Un caluroso tres de agosto, hará por lo menos quince años, con el asfalto abriéndose en ondas bajo los coches y el Mediterráneo sudando salitre como si fuera el fin del mundo, me fue expedido el carné de conducir. Nada más salir de la Jefatura con la documentación en la mano, un hombre escandalosamente guapo me esperaba al volante de un Saab descapotable color azul para llevarme, por primera vez, a la capital. Me había puesto un vestido de flecos que encontré, colgando de una percha, en el último estertor de las rebajas de verano. En realidad, no era un vestido: era un chaleco largo de ganchillo, color arena, con flecos que bailaban al ritmo de mis pasos y que se cerraba con apenas cuatro enganches invisibles. Mi madre, al verme llegar en bicicleta con aquello puesto, no tardó en sacar aguja e hilo para añadirle varios cierres más. «Por decoro», dijo, «que cualquier día te van a hacer algo». Todas mis expectativas sobre aquella aventura estaban puestas en lo que imaginaba que sería mi aparición estelar: el pelo salvaje, cayéndome en cascada sobre los hombros, con las puntas quemadas por el sol; el coche, el tipo guapo, el viaje, el doble disco que sería nuestra banda sonora en la carretera. Aquel vestido. Madrid. Mis diecinueve años recién cumplidos. Pero ni el motor aguantó el sofoco del asfalto, ni aquel amor resistió el embate silencioso de los días cortos. Aun así, me siguió acechando como un fantasma durante muchos años. Mucho después de todo.
De aquella historia solo ha quedado el vestido, que aún descansa en un rincón sagrado de mi armario y que, pese a los lustros acumulados en sus costuras, todavía no ha dejado de dar guerra. Ha sobrevivido a mudanzas, a las mujeres que fui y que ya no soy, a novios de paso, a trabajos que exigían la sobriedad y etiqueta de un luto permanente. Y, sobre todo, a la duda razonable que conllevan todos los cambios de armario: ¿seré capaz de seguir defendiéndolo? He perdido la cuenta de las veces que pensé en deshacerme de él, convencida de que ya no tenía cabida en la vida ordenada, funcional y razonable que con los años he ido forjando. Pero siempre, en el último momento, le concedo el indulto. Siempre termino devolviéndolo a su sitio, como si al hacerlo me reconciliara con una versión de mí misma que me resisto a perder por completo: la juventud —divino tesoro—, la incorrección y una manera indómita de estar en el mundo.
El espejo nunca miente. Aunque uno insista en que se viste para sí mismo, la elección siempre responde a un juicio ajeno: a la mirada de quien te espera en la barra de un bar, al deseo de gustar, al por si acaso me lo encuentro, al adecuarse —o rebelarse— frente a una sociedad siempre atenta, siempre presta a señalar al que se sale del tiesto. Toda elección, por descuidada que parezca, es siempre una declaración de intenciones. Las mías, confieso, son más que evidentes: yo me visto siempre para quien desvela mis noches. No me interesa la opinión de absolutos desconocidos —pobre del incauto que se atreva a sugerir lo que debería ponerme—, ni coleccionar aplausos de mis congéneres. No soy tan coherente. No me he vestido jamás para defender ninguna causa, ni para demostrar cuán libre soy. No, no: yo me he vestido siempre para alguien muy concreto, con nombre y apellido. Alguien que, en la mayoría de los casos, ni siquiera lo sospechaba. Elijo con sumo cuidado esa segunda piel, como si fuera a subirme a un escenario en vez de cruzar una puerta. Y al traspasar el umbral —siempre tarde, por supuesto1— aspiro a que, por un instante, el mundo se detenga. Que algún día, cuando seamos viejos y estemos de vuelta de todo, puedas recordar lo guapos que fuimos. Lo jóvenes. Lo vivos. Que pueda decirte de algún modo —con un gesto, con la mirada, con todo el cuerpo— aquello que solo un gran escritor fue capaz de poner en palabras y que nosotros, aficionados, no podemos más que repetir como un eco: “Piensa en cuánto me quieres. No te voy a pedir que me quieras siempre como ahora, pero sí te pido que lo recuerdes. Pase lo que pase, siempre quedará en mí algo de lo que soy esta noche.”2

De mis lecturas adolescentes aprendí que a los hombres hay que hacerles esperar. Un poco. No mucho, tampoco nos pasemos: lo justo para que les pique la impaciencia y les crezcan las ganas, pero sin que lleguen a saltar del barco. Rescato una frase de Las aventuras de Tom Sawyer —ojito con mis fuentes, los clásicos nunca fallan—: “Había descubierto, sin darse cuenta, uno de los principios fundamentales de la conducta humana, a saber: que para que alguien, hombre o muchacho, anhele alguna cosa, sólo es necesario hacerla difícil de conseguir.”
Lo dice Nicole en la más triste de las novelas de Scott Fitzgerald. Todo el mundo tendría que vivir un amor como el Nicole y Dick. Al menos, una vez en la vida. “No te vayas a morir sin probar la maravilla de tirar con amor.”
Tengo que decirte que leo tus textos en una atmósfera de jazz y cigarrillos largos, me pasa siempre. Y luego vas y lo culminas con Suave es la noche y Mr. Scott Fitzgerald. Me has recordado mucho a un vestido blanco que guardo como un tesoro, porque cuenta una historia irrepetible. Y estoy segura de que en este mundo hay al menos una persona que recuerda ese vestido aún más que yo. Gracias por escribir como lo haces.
Me he quedado un momento en silencio después de leerte. No por falta de palabras, sino porque las tuyas me han exigido respeto.
Hay textos que no se comentan. Se habitan. Y el tuyo es de esos. Me has llevado al interior de un agosto que no fue mío, pero que pude oler, sentir en la piel, escuchar en los flecos del vestido y en el calor del asfalto ondulando bajo un coche que no llegó a ninguna parte. Y aun así, qué viaje.
Ese vestido no es solo prenda ni recuerdo: es un hilo que une a la que fuiste con la que eres. Un refugio, un manifiesto, una pregunta sin resolver. Y también una forma de resistencia: contra el olvido, contra la sensatez mal entendida, contra la presión de que toda historia tenga que cerrarse del todo.
Me ha tocado especialmente esa confesión final: vestirse no como declaración política, ni por rebeldía, ni para complacer a nadie… sino para alguien concreto. Ese “alguien que ni siquiera lo sospechaba”. Qué verdad tan desnuda. Qué forma tan hermosa de decir lo que casi nunca se dice.
Tu texto no es solo memoria. Es una forma de decirnos que seguimos vivos mientras sigamos recordando cómo queríamos ser mirados. Que la belleza no está en el vestido, sino en lo que permanece —intacto o roto— en quien aún se lo prueba.
Gracias por compartir algo así. Uno no sale igual después de leerte.