Quien tema que su juventud haya iniciado el repliegue silencioso de su campamento —aunque las fotos no den todavía muestras de ello, pues todos envejecemos antes en las fotos que en los espejos—, que empiece por hacer recuento de sus manías. Una a una. Haga inventario de aquellos pequeños fastidios que menoscaban su felicidad. De las cosas que necesita que se hagan exactamente a su manera (aunque no diga nada y corrija el caos en secreto, a espaldas de quienes viven despreocupados en él, para no ser visto ni ser juzgado). Siempre se ha dicho que la queja es patrimonio de los viejos. Por fortuna —o porque Dios me tenía reservados muchos otros defectos— solo me reconozco dos manías insoportables: los individuos que ponen música en la playa1 (no así los que lo hacen desde un barco que, al fin y al cabo, es una especie de entidad privada flotante y en la intimidad de su burbuja uno ha de poder gozar de cierta inmunidad diplomática); y la gente que me dice lo que tengo que hacer. No me importa si tienen razón. Simplemente, no lo soporto.
En nombre del bien común, la convivencia cristiana y la seguridad nacional, hemos acabado por encontrar razonable que todo esté regulado. Nos resulta lógico. Natural. Incluso conveniente, que el tipo que te alquila un coche tenga que informar al Ministerio del Interior de dónde vas a dormir esta noche (y con quién, si el colchón no es de hotel sino de anfitrión) porque aunque tengas cara de no haber roto un plato, podrías estar llenando una mochila con clavos y metralla. El ciudadano ideal es hoy aquel que se deja escanear sin hacer preguntas, que consiente por defecto, que se identifica al entrar, al salir y, si es posible, también mientras está quieto. La presunción de inocencia ha cedido terreno frente a una burocracia preventiva que no te acusa, pero te ficha. No por lo que has hecho, sino per si de cas.2
El ciudadano ideal, además, no fuma, no bebe y no va a misa los domingos —pero sí a yoga—. Los espacios sin humo son, por supuesto, la cumbre moral de la modernidad. Hasta ahí, más o menos, todos de acuerdo. El problema empieza cuando uno descubre que tampoco se puede salir a fumar con una copa en la mano, so pena de ser sancionado por el pecado combinado de nicotina y alcohol, cometido —para colmo— al aire libre y con intención de disfrute. Y cuidado con mover la mesa un palmo, no vaya a ser que aparezcan los cuerpos de seguridad del Estado, metro en mano, a medir el área extralimitada de terraza que autoriza la licencia de ocupación de la vía pública. En un momento, te desmontan la tarde y la terraza. Todo tiene su sitio. Todo tiene su norma. Si uno se despista, si se relaja, si se abandona a la idea de que el aire es libre y las decisiones también, la normativa se cuela con sus tentáculos por el territorio de lo cotidiano, sin pedir permiso. Y un día descubres que incluso tender la ropa podría estar sujeto a alguna ordenanza municipal de bienestar. Cosa que, que por cierto, no pasa en Italia: un país que lleva tantos siglos de culto a la belleza no puede, sencillamente, estar equivocado.
¿En qué momento se jodió el Perú? que diría Vargas Llosa. Una, que no es tan ambiciosa, se conformaría con saber en qué momento empezamos a escandalizarnos por cosas que antes no molestaban a nadie. Hemos perdido la belleza de la espontaneidad y las nuevas generaciones, para sorpresa de nadie, dicen ser más infelices que las que pasaron hambre. ¿Pero cómo no van a serlo, si no puedes ni tomarte una cerveza con alcohol viendo jugar al Madrid en el Bernabéu y el único desahogo permitido es aplaudir lo que dicte el reglamento? Se nos ha enseñado a domesticar el impulso, a ser ordenados, a ser consecuentes entre lo que pensamos, decimos y hacemos. A no molestar al prójimo. Y está bien, pero nos va a dar algo. No creo que ese utópico mundo feliz en el que todos somos buenos vaya a hacernos más felices, porque pocas cosas son tan liberadoras como la traición al deber. El pecado —no el bíblico, sino el otro: el cotidiano, el pequeño— está ahí para recordarnos que seguimos siendo humanos, aunque tratemos de disimularlo. Los cuerpos lo saben: hay placeres que justifican su propia existencia y no hay ética más honesta que obedecerse a uno mismo.

Conste en acta que cuando me encuentro en una situación así, recojo la toalla y me voy sin conceder siquiera una mirada fría y de soslayo al objeto de mi perturbación. Será que no hay mundo suficiente en el que hallar, para mí, un lugar mejor… Por supuesto que lo hay.
No es latín, es valenciano.
Qué difícil, a veces, no prenderle fuego a todo…;) 💓
Qué bueno, Mala. Me ha encantado.
Yo prefiero no enumerar manías, no vaya a ser que me dé por descubrir que soy mayor de lo que creo.
A mí me ponen mala las personas que no respetan el espacio vital. Esas que te hablan a dos centímetros de la cara o esas otras que se te pegan a la espalda en un semáforo.
Tampoco las personas que van con aparato de música en el patinete o en la bici y amenizan al resto de la humanidad con sus gustos musicales, o las personas que hablan en alto en un autobús... Ya paro... que me estoy poniendo muchos años encima.