Septiembre nos tiende todos los años la misma trampa: bastan quince días, entregados a lo que realmente a uno le apetece (aunque sea no hacer nada), para que florezca en nosotros la ambición de convertirnos en —lo que creemos que ha de ser— nuestra mejor versión. Abrazamos nuevos hábitos con la misma ilusión con la que se estrenan unos zapatos nuevos: queremos leer más libros, escribir más, volver al gimnasio, empezar a ahorrar, no salir de casa sin hacer la cama, beber más agua, retomar las clases de inglés o desempolvar aquellas aficiones que la vida adulta nos obligó a enterrar en nuestro propio jardín. Y de milagro, no se lleva el otoño a más de uno por delante, con sus bienintencionados nuevos propósitos todavía por cumplir, y los quehaceres diarios engrosando una lista interminable de tareas pendientes.
Esos ambiciosos planes de mejora que firmamos —ante nosotros mismos y, en muchos casos, con más fe que convicción— no dejan de ser obligaciones disfrazadas de nuevos retos. Que no sé si nos harán mejores personas, pero seguro que sí más ocupadas. Porque quien se oculta tras ese afán de superación no es otro que el fantasma de la productividad: esa sombra que acecha por la espalda y nos susurra al oído que no hacemos lo suficiente, que no somos lo suficiente, que el tiempo corre demasiado deprisa y hay que darlo todo y vivir cada día como si fuera el último. Que alguien me explique, por favor, desde cuándo obcecarse con rendir más y exprimir cada segundo con nuevos compromisos (como si nos hiciesen falta más de los que ya tenemos) es sinónimo de vivir intensamente.
Mi mejor versión no puede ser esa: la mejor versión de mí misma es la que amanece sin despertador, la que se queda leyendo en la cama por las mañanas. La que se sienta a desayunar bajo el sol, dejando que la luz la envuelva, la que se asoma al mar y se mece en su calma. Esa que se toma la vida con la ligereza de quien sabe que casi nada es tan grave como parece. La que pasea sin prisa por los pasillos del supermercado, meditando lo que cocinará al día. La que siempre está contenta y descansada porque hace lo que le da la real gana. La que se arregla —con ilusión, premeditación y alevosía— para salir a cenar y siempre está dispuesta a escuchar las confesiones aquellos que encuentran en ella un refugio... Esa es mi mejor versión, y no la que madruga sin ganas, ni la que finge no tener miedo a las malas noticias o a los clientes que amenazan con marcharse. No es la que se ahoga en la incertidumbre de negociaciones que se dilatan en el tiempo, dejando en el limbo esos proyectos que tenían que salir —que tienen que salir— y que pierde, a ratos, la esperanza. En esas llevamos ya más de un mes…
Con buen criterio, los supersticiosos recomiendan no vender la piel del oso antes de cazarlo, pero yo me he saltado la advertencia con total descaro y tengo ya en la nevera una botella de Pol Roger1. Si sale el proyecto, habrá que celebrarlo como se merece: por todo lo alto, dado el nuevo rumbo que tomará mi vida. Y si no sale, brindaremos por la nueva vida que tendré que inventarme. Decía Gómez de la Serna que lo más aristocrático que tiene el champán es que no admite que le vuelvan a poner el corcho. Por fortuna, hay un millón de razones para brindar hasta dar la vuelta a la botella, y quien piense lo contrario carece por completo de fantasía. Así que brindaremos por la victoria —o la derrota— en la primera copa; por Maggie Smith, que nos dejó anoche, en la segunda; por la despedida que John Travolta escribió a Olivia Newton-John, en la tercera; por las plegarias atendidas y las no atendidas; por Jimmy Fontana y su "Che sarà"; por París y por Venecia, hasta que se acaben las burbujas…
Y lo que tenga que ser, será.

De todo el conocimiento aparentemente inútil que atesoro, lo que más me ha servido para moverme con autoridad hasta en altas esferas, es lo que sé del champán. Uno se entiende, entre hedonistas y esnobs, con esa clase de sutilezas. Pol Roger era el champán favorito de Sir Winston Churchill. La casa tuvo a bien legarle, al que fuera su mejor cliente, una cantidad ilimitada de botellas asegurándose de que jamás le faltaran. Tras su muerte en 1965, las botellas que dejó sin abrir fueron marcadas con una etiqueta negra en señal de duelo y homenaje, bien merecido, a la grandeza de una de las personalidades más excepcionales de la Historia.
Está el mundillo tan mal que hasta procrastinar se convierte en una tarea. PD. Me cae genial tu mejor versión 🥂
Me tomaría una botella contigo sin dudarlo. Justo hoy mi tía contaba una anécdota relacionada con el champán: en la boda de mi (otra) tía casi le sacan un ojo, porque quien descorchó la botella la agitó antes y se pensaba que con poner el dedo iba a detener la fuerza imparable del corcho que, con tan mala suerte como buena puntería, apuntó al ojo de la novia. Menos mal que dio en la ojera y se quedó en anécdota. (“Se nota que el chaval no había abierto muchas botellas” ha dicho mi tía, la más distinguida de mi familia).