En un intento algo torpe, pero decidido, de hacer hueco a codazos para mi ego en LinkedIn, publiqué un fragmento de una maravillosa conversación entre Jesús Quintero y Antonio Gala. Ambos, cigarrillo en mano y tratándose de usted, especulando sobre un futuro tecnológico que nos ha caído tal y como predijo el maestro:
«Ese futuro tecnológico nos va a caer muy grande. A nosotros, por lo menos. ¿Qué va a ser? ¿En qué va a consistir? ¿En unas personas que probablemente vivirán más de lo que vivimos ahora, como en una Edad Media? ¿En unas personas en plenitud —si es que se puede llamar plenitud a personas un poco prefabricadas que tendrán que trabajar más que nosotros porque tendrán que alimentar a más viejos, a menos niños, y a los que no trabajen, que serán muchos— en una especie de conductas manejadas por órdenes o por folletos? Porque no tendrán mucho tiempo para leer: folletos para ver cómo se tiene éxito, cómo se hacen amigos, cómo se pone una casa, cómo se conquista a una mujer, cómo se divierte uno más… Como todos leerán los mismos folletos las relaciones serán muy fáciles, pero muy aburridas. Y, por otra parte, la inteligencia natural será sustituía por inteligencias artificiales que ayudarán a la gente, no a conseguir la felicidad, probablemente, sino a pasar el tiempo.»
Tuvo un éxito discreto: sólo me dieron un like. No tengo voz ni voto en el escaparate de la notoriedad. Y menos aún, si el gesto deja entrever un intento deliberado de cuestionar a quienes, a golpe de hábitos atómicos, han convertido la productividad en una nueva religión, una fe a la que se entregan con dogmático fervor. Fui quizá demasiado comedida —más por educación que por verdadero afán de contención— porque lo que en realidad me habría gustado decir es que no soporto la superioridad moral de esas personas que se suben a una bicicleta estática a las cinco de la mañana, iluminados por la luz mortecina de un foco, con la misma monótona insistencia que un hámster en su rueda. Ya ni me escandalizo al oírles decir que sólo leen ensayos. Otro despropósito con luces de neón, porque lo que ellos insisten en llamar ensayo, con ese aire de gravedad y certeza de su intelectualidad de pandereta, no es más que un género híbrido y oportunista que, en cualquier librería, aparece relegado a la sección de autoayuda. Y no satisfechos con su homilía, se permiten además mirar con condescendencia a los que defienden las letras, la ficción, las historias. Como si con esa confesión pudieran, por fin, catalogarte: superficial, romántica, poco seria. Justo lo que no has de parecer en LinkedIn.
Seguiré defendiendo que una de las formas más efectivas de comprender la complejidad del mundo es a través de la literatura. Al fin y al cabo, para que una narración funcione, debe estar cimentada sobre una realidad observada con una minuciosidad casi científica, desentrañando hasta el más ínfimo detalle. Pues son los detalles, en su aparente insignificancia, lo más revelador de cualquier coyuntura.
Si uno quiere aprender a nadar en las turbias aguas de una empresa infestada de tiburones —por ambición o porque no le queda otra—, tendrá que leer La hoguera de las vanidades. Es una obra que recomiendo sin reservas, especialmente para aquellos lectores que sientan predilección por la literatura americana. No es particularmente mi caso (y quizá por ello no terminó de encantarme Mi año de descanso y relajación de Ottessa Moshfegh, que tantas veces me ha sido recomendado), pero no sería justo renegar de una novela en la que tantos renglones he subrayado, y que me ha ayudado a entender cómo piensan, aquellos para quienes el dinero y la ambición son el único motor de sus sueños.
Cuando quiero indagar en la condición humana, la incómoda verdad que subyace en nuestras conductas y decisiones, siempre acabo volviendo a Milan Kundera. Es difícil que alguien no se haya encontrado, alguna vez, en alguna de las situaciones que describe este ciudadano del mundo en La inmortalidad, El libro de los amores ridículos o en El libro de la risa y el olvido1. Estos sí, son casi ensayo. Leer a Kundera es jugar con ventaja: es como haber vivido dos veces, o al menos comprender de forma más profunda lo que, de otro modo, habría permanecido como una experiencia ajena.
A quienes el arte se les resiste, la mejor entrada es, paradójicamente, por la puerta de atrás: por la vida del artista, en vez de enfrentarse directamente a la obra. Disfruté muchísimo leyendo Vida con Picasso de Françoise Gilot, a la sazón la única mujer que dejó a Picasso y a la que el genio no consiguió trastornar, como sí hizo con tantas otras. En sus páginas, tanto sus reflexiones personales como artista entorno al sujeto del arte, como las que transcribe de Cézanne, uno de sus mayores referentes, son un hallazgo en sí mismas. Y a partir de ahí, de una biografía a otra, uno se va cruzando con Braque, Miró, Chagall, Dora Maar o los hermanos Giacometti. Tan pronto se ve uno envuelto en la eterna rivalidad entre Picasso y Matisse, como se encuentra con Cocteau, Jaime Sabartés, Jacques Prévert, Simone de Beauvoir junto con Jean-Paul Sartre y un largo etcétera. Si la memoria no me juega una mala pasada, creo que a Camus se le menciona de pasada, describiéndolo como ‘el hombre más arrastrado jamás conocido’. No pude pasar tal sentencia por alto, siendo El extranjero una de las obras que más profundamente me marcaron en la adolescencia. Tirando del hilo, descubrí su historia de amor con María Casares y las correspondencias que se intercambiaron durante más de una década. Y quedé atrapada, como espectadora de un amor con mayúsculas, preguntándome si alguna vez imaginarían ellos que miles de desconocidos tomarían prestadas sus palabras para despedirse en sus propias cartas, en un intento de recrear un amor capaz de resistir al paso del tiempo, de tanta admiración, complicidad y pasión que se profesaban.
No tendré vida suficiente para leer todas las historias que anhelo, ni para vivir las innumerables aventuras que mi cuerpo y mi imaginación reclaman. La vida, decía Gala, debe ser intensa antes que extensa. Y cuesta imaginar algo más desprovisto de pasión que conformarse con seguir la tediosa línea recta que trazan los manuales sobre cómo vivir la vida…

Y no cito La insoportable levedad del ser por no resultar tan obvia, pero debería ser, sin lugar a dudas, de lectura obligatoria. Como aprender a nadar o a montar en bicicleta. Aprovecho, eso sí, para lanzar una pregunta a los hombres que me leen y, claro, que la hayan leído: ¿a quién elegirían, a Teresa o a Sabina? No pregunto a las mujeres porque, en nuestro caso, casi siempre queda claro quién sería una y quién, inevitablemente, la otra.
Acabo de descubrir tu blog y me encanta como escribes :) Elegante, sincera y elocuente
Sigue usted creando necesidades, ahora necesito esa Vida con Picasso