Cualquier historia ajena es susceptible de convertirse en una vivencia propia. Aunque sea por escrito, el vértigo puede ser tan palpable como para dejarte sin aire por una fracción de segundo. He terminado de leer Una aventura griega de Mª José Solano. Muchos fragmentos me han sobrecogido, pero este en particular lo he sentido como una sacudida por dentro.
Tengo un amigo muy querido que ha dedicado gran parte de su carrera profesional a la inversión en bolsa. En más de una ocasión, le he escuchado afirmar que a los seres humanos no hace falta que venga nadie a engañarnos, pues contamos con suficientes habilidades para hacerlo nosotros mismos sin ayuda. No le falta razón y este caso bien podría ejemplificarlo. Los detalles están cargados de significados. No importa cuan evidentes sean o con cuanta magnitud nos enfrenten a incómodas realidades: seguimos siendo perfectamente capaces de ignorarlos. Quizá en aras de mantener en su pedestal al objeto de nuestra veneración o por el pudor de reconocer, ante nosotros mismos, que nos hemos dejado engañar. No lo sé con certeza, pero es probable que ambas respuestas sean correctas.
Ayer me encontré a mi ex por la calle. Hace meses que no estamos juntos. Tuvo a bien contar a nuestros allegados que lo habíamos dejamos, pero la realidad es que me dejó él. No era ese mi deseo, pero fui incapaz de convencerle de que le quería tanto como él a mí. He cargado desde entonces con un incómodo sentimiento de culpa por no haber sido capaz de darle ni la cantidad ni la forma de amor que él necesitaba. Ni siquiera he logrado desprenderme de ese peso a medida que los meses, la nostalgia y la tristeza por el vacío que dejó, se han ido desvaneciendo. Tampoco ayudaba recibir mensajes suyos rogándome que no le contase si ya había conocido a alguien cuando en realidad su intención no era otra que asegurarse, con cierta torpeza, de que no fuera así. Lo último que supe de él fue a través de una amiga a quien escribió, confesando que lo estaba pasando terriblemente mal, incapaz de pasar página y profundamente inquieto por mi templanza ante el final del que ha sido sin duda un grandísimo amor. Debe estar ya con otro, insiste sin remedio. Apenas pude disimular la satisfacción que me produjo esa revelación, como si de una pequeña venganza privada se tratase. Sí, soy mala: si era esto lo que querías, esto es lo que tendrás.
Afortunadamente, iba elegantísima cuando me lo encontré. La belleza nunca ha sido mi mejor arma, pero la elegancia sí, modestia aparte: al César lo que es del César (y a Dios lo que es de Dios)1. Hace tiempo que no salgo por la noche y me apetecía pasar a tomar una copa con un par de amigas que habían salido a cenar. Llegar tarde forma parte de mi encanto, pero como estoy trabajando en ello, en vez de ir en metro decidí coger un taxi en la calle. Anduve poco rato al son de mis tacones (me encanta cómo resuenan mis pasos en las calles vacías. Como si llegase el séptimo de caballería, me digo siempre). No tardé en encontrar uno y, justo cuando me disponía a subirme, me di cuenta de que se aproximaba un todo terreno oscuro por detrás. Siempre que me cruzo con ese coche, compruebo la matrícula por si acaso fuese el suyo. Son tantos que parece que los regalen. Puedo contar más fallos que aciertos, pero eso no ha llegado a mermar mis esperanzas de encontrarnos por casualidad. Esta vez tuve suerte y sí era él, volviendo a su casa, aquella que yo misma le ayudé encontrar a escasos minutos de la mía. Era él, con otra. Para eso no estaba preparada. No pude prever (a pesar de los indicios que ahora parecen evidentes) que si me lo encontraba sería en compañía.
Él también me vio. Le lancé un beso con teatralidad, al estilo de la flamenca de Whatsapp, y me subí al taxi. No me envenenó la rabia, ni el desconsuelo pero me sentí estúpida por haberme hecho cargo, durante demasiado tiempo, de su supuesta tristeza. Reniego también de los remordimientos que me han hostigado cuando me he permitido seguir con mi vida y, sobre todo, abjuro de ese absurdo primer pensamiento que me asaltó al no poder vislumbrar con total claridad a su acompañante: —A lo mejor es su hermana que ha venido de visita—me dije a mi misma—. Entonces me acordé de aquello que subrayé hace apenas unos días. No hay más ciego que el que no quiere ver2, y esto también lo dice la Biblia.
Mi educación en un colegio laico ha dejado profundas lagunas en materia de cultura religiosa y no me enorgullezco de ello. No tanto por cuestiones de fe, sino por cultura general. Sin embargo, creo importante destacar que esta frase (que me encanta y que empleo con frecuencia) la dijo Jesucristo. Figura en el Nuevo Testamento, concretamente en el Evangelio según San Mateo (22:21). ¡La Biblia, ese gran bestseller!
“Por eso les hablo a ellos en parábolas: Aunque miren, no vean; aunque oigan, no escuchen ni entiendan. En ellos se cumple la profecía de Isaías: Por mucho que oigan, no entenderán; por mucho que vean, no comprenderán. Porque el corazón de este pueblo se ha vuelto insensible; se les han tapado los oídos y se les han cerrado los ojos. De lo contrario, verían con los ojos, oirían con los oídos, entenderían con el corazón, se arrepentirían y yo los sanaría”. También en el Evangelio según San Mateo (13:13).
Gracias por compartirlo. Me ha encantado leerte, una vez más.
Es cierto lo que dice tu amigo. Somos únicos mintiéndonos. Yo me pasé dos años repitiéndome a mi misma, y al mundo entero, lo mucho que quería al que entonces era mi pareja. Cuando por fin desperté, se lo conté a un muy amigo mío que me dijo- joder Ana, ya era hora de que te dieses cuenta. Y cuando di el paso de dejarlo me costó dos años darme cuenta de que su felicidad no dependía de mí. Su miseria tampoco. Debe ser que a mí las lecciones me cuesta 2 años aprenderlas. Con los hombres las mujeres somos expertas en mentirnos. No deja a su mujer por respeto- pero me quiere a mí… 🤦🏻♀️. Qué lindez tan ridícula. Aquí podemos estar de acuerdo solo en una cosa, que el amante a quien quiere sobre todas las cosas es a sí mismo.