Más arduo que saber retirarse a tiempo es conseguir que un adiós esté a la altura de lo que se deja atrás. Elegir la cadencia de las palabras, medir el peso de los silencios, la presión exacta de un apretón de manos o la duración de un abrazo perdería toda razón de ser si, al final, uno se desdice de lo dicho tras afirmar que estos serán los últimos versos que le escribo y, sin embargo, vuelve a escribir. Solo la perfecta conjunción de los factores, en el instante decisivo, puede ennoblecer el gesto y conferirle una dignidad que lo sustraiga del olvido.
Quiso el destino, o tal vez el azar –tan a menudo más certero que la voluntad humana–, que la última canción que Louis Armstrong grabara se titulase We have all the time in the world1. Una frase que, precisamente por pronunciarse desde el umbral de lo irreversible, pone de manifiesto lo que todos sabemos, pero continuamente necesitamos que se nos recuerde, especialmente en unas fechas tan señaladas como estas: que, en última instancia, lo único que realmente importa es el tiempo compartido con las personas que nos hacen felices. No necesariamente habremos pasado esta noche con nuestros seres (realmente) queridos, ya sea por una distancia insalvable, un desencuentro inevitable o, peor aún, la soledad no escogida. Con todo, en esta ocasión, sirven dos palabras universales para desear lo mejor a todo el mundo, sin distinción de género o de simpatía: feliz Navidad.
No deja de llamarme la atención la indiferencia con la que cada año son acogidas estas palabras al ser pronunciadas, pese a que en ellas deposito, sin reservas, una sinceridad absoluta, acaso como un gesto último de resistencia frente al desencanto general. Ha valido la pena, no obstante, la obstinación de regalarlas, cuando al salir de un restaurante en el que comimos frente al mar, una señora mayor, con su pelo blanco y su abrigo de mouton, pasó por mi lado despidiéndose con un escueto, pero educado, «buenas tardes». Impulsada, quizá, al verme identificada en ella —pues estoy convencida de que algún día también yo seré una señora elegante del Ensanche2, quizá incluso venida a menos—, no dudé en agregar un «feliz Navidad» a sus buenas tardes. Se paró en seco: primero sorprendida con esa mezcla de incredulidad y curiosidad que a veces nos despiertan los gestos inesperados, luego con una sonrisa inmensa iluminándole el rostro, como si de pronto, sin previo aviso, se hubiera encontrado con una vieja amiga de la infancia y le recordase tiempos mejores y más felices. Y me guiñó un ojo. Fue un gesto tan breve que podría haber pasado desapercibido, pero a buen entendedor pocas palabras bastan: fuimos cómplices, durante un instante, contra la triste indiferencia que asola nuestro mundo y me insufló fuerzas renovadas para seguir con mi contienda.
Os deseo, de todo corazón, una muy feliz Navidad y mis mejores deseos para 2025.

Esta maravillosa canción se compuso para la película de James Bond On Her Majesty’s Secret Service (1969). El título no es sino las últimas palabras de la novela homónima de Ian Fleming.
Un guiño, también cómplice, para la otra gran marquesa del Ensanche.
Cada vez estoy más convencida de que en este mundo en el que vivimos, no hay mayor acto de rebeldía que disfrutar de la vida y ser feliz. Y merece ser compartido, aunque sea en un pequeño gesto como ese.
Feliz Navidad, querida.
PS. Cualquier día puede que te cruces con una joven señora del Ensanche de rubio polar, no diré nada pero habrá señales. Quizás un guiño de ojo ;)
Feliz Navidad para ti también Mala de la película!! 🤣🤣🤣🤣 No importa que los demás se sientan abrumados o indiferentes con estas fechas. No sabemos en qué momento o circunstancia se encuentra cada uno. Tú sigue regalándole esos momentos a las personas, en realidad la felicidad depende de nosotros mismos, así que sigamos sacándole sonrisas a los demás.
Un abrazo