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Todo el mundo recuerda lo que estaba haciendo la tarde del 11 de septiembre de 2001. Mi madre vio, en directo y ante el estupor de la presentadora de Televisión Española, como un segundo avión colisionaba contra las Torres Gemelas, despejando cualquier duda de que aquello pudiera tratarse de un accidente. Yo tenía 10 años, estaba en el patio del colegio y escuché algo sobre un avión que se había estrellado, sin saber muy bien dónde. —De forma similar, me enteré muchos años más tarde de la muerte de Michael Jackson: cruzando un paso de cebra en la avenida Blasco Ibáñez, a principios de aquel verano interminable de primero de carrera. Me giré bruscamente al oír que alguien decía: «Se lo han cargado a base de pastillas».— Unos amigos de mis padres viajaban casualmente a Nueva York el día después del atentado. Fueron los únicos en personarse en la puerta de embarque, junto a dos árabes vestidos como mínimo en Savil Row que, misteriosamente, no llegaron a subir al avión.
Desde entonces, nunca más se ha vuelto a volar con la despreocupación con la que nos subimos a los trenes. Suelo tardar más en planificar cómo y con cuánta antelación llegar al aeropuerto, que en organizar el itinerario del propio viaje. Vivo esa distancia hasta la puerta de embarque como una auténtica yincana. Cuanta más prisa tengas —haber llegado antes—, más probable es que te toque un control aleatorio. Entonces, por supuesto, te pedirán que abras la maleta para revisar, uno a uno, todos los productos de cosmética que has decretado imprescindibles para tu viaje relámpago de fin de semana. Una bandeja sólo para los aparatos electrónicos. Otra para el resto de bultos. Quítese las joyas (no se dejen engañar: el oro no pita al pasar por el detector de metales), también el reloj y el cinturón. Todavía no he descubierto cuáles son los zapatos adecuados para evitar acabar descalza, deambulando de un lado a otro con mis aletas (calzo un adorable 41 y soy una gran nadadora) enfundadas en un par de bolsas transparentes de plástico, mientras vigilo mis múltiples pertenencias. Todas ellas desperdigadas en distintas bandejas. Trato de desplazarme con la máxima dignidad que me es posible, imitando a George Clooney en Up in the Air, pero no siempre lo consigo.
Me gusta viajar ligera de equipaje. Que no parezca que llevo la casa a cuestas. Me visto de adulta, de persona solvente, leída y viajada. Y, aunque encajo a la perfección en el perfil del cosmopolita de raza, he de confesar que odio volar. Aborrezco los aeropuertos, la comida de los aviones y todo lo que conlleva hipotecar mi tiempo en esas infraestructuras (por lo general) tan espantosas donde la gente acampa junto a los enchufes mientras hacen tiempo, tirados por el suelo, comiendo —algunos— prácticamente en pijama y dejando migas por doquier. No, lo mío son los trenes. O, en la vida que merezco, los vuelos privados.
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PS: Como casi todas las plegarias acaban por ser atendidas —y si el tiempo acompaña—, el próximo lunes aterrizaré en Portimão a bordo de un Cirrus 22 color azul celeste. Un artefacto con hélice, rapidísimo, para cuatro pasajeros y de última generación, según me han asegurado. Será un viaje exprés de trabajo para evaluar la ubicación de un proyecto residencial que, en mi faceta de comercial, he conseguido para uno de mis mejores clientes. Podríamos haber ido en vuelo regular, pero a mi jefe le desagrada viajar como un borrego todavía más que a mí. Así que, aprovechando su afición por la aviación y las horas de vuelo acumuladas, él mismo será el comandante. Tuvo la cortesía de preguntarme si me parecía bien esa alternativa. Le dije que sí, como he dicho que sí a tantas otras cosas absurdas en mi vida, como pasar una tarde en el Bingo o el excéntrico encargo de llevar coches de alta gama de Madrid a Valencia (y viceversa) para ahorrarme el AVE —dejé de hacerlo cuando, una vez, me tocó llevar un Range Rover clásico con matrícula de Antigua y Barbuda. Aquello empezaba a parecerse peligrosamente a cuando Holly Golightly visitaba a Sally Tomato los jueves para darle el parte meteorológico—. Pedí aventura hace unas semanas, ¿verdad? Pues toma dos tazas.
Odio volar. Súmale tres niños y el odio se transforma en un deseo de pasar a mejor vida. Hay algo tan poco orgánico en todo el proceso.
Sublime, como siempre Mala.
Fui azafata de Iberia cuando se pasaban los periódicos, el café y el té. Sonreías a los pasajeros y les ayudabas con el equipaje. Ahora te arrancan las maletas en el finger si ya no caben en cabina y no te dejan coger lo que pudiera ser que necesitas y nada más entrar te dicen que tomes tu asiento "ahora"...dónde, me pregunto, en el suelo? Viajar en avión ya no me resulta agradable, ni el aeropuerto que antes era un lugar mágico para mí, lleno de maletas, viajes y sueños.
Por cierto yo también tengo aletas, un 41, y me encantan mis pies.