A espaldas del Panteón de Roma, en una pequeña plaza que escapa al asedio del turismo, se halla la iglesia de Santa María Sopra Minerva. Un elefante de piedra, solitario y casi olvidado con un obelisco a cuestas, custodia sus puertas sobre una inscripción que reza: «Estos símbolos del saber de Egipto, grabados en el obelisco que sostiene el más poderoso de todos los animales, son la prueba de que es necesaria una mente fuerte para soportar el peso de la sabiduría». Conocer una ciudad exige permanecer en ella, vivir sus ritmos, mecerse entre la calma y el caos que la definen, conocer el idioma (si es posible) o, en su defecto, regresar con obstinada insistencia. Si además fue cómplice y testigo silenciosa de un amor que dejó de ser, con mayor urgencia se ha de volver. Es necesario hacerlo, igual que se vuelve a los bares, a las calles que nos vieron felices, a los rincones compartidos. No tanto para reencontrarse con lo perdido, como para reconquistar los lugares que dejamos abandonados a merced de nuestros fantasmas.
Cuando se acaba el amor, no está en nuestra mano repartirse las amistades —éstas harán lo que les plazca, para desconcierto o pesar de algunos— y es muy ordinario arrasar con lo material. No hablo de disputarse un bien a perpetuidad, sino del lamentable habilidad para apropiarse, como al descuido, del juego de Rimowa tantas veces compartido (que habrá viajado más que quien las toma); de los esquís, que a saber si volverán a ver la nieve; de la Nespresso, o de desvalijar la bodega llevándose el buen vino y todo el champagne. No hay sorpresa, aunque la haya: seguramente habría indicios, pero los pasaste por alto. Sin entrar en lo innoble del gesto y en lo penoso del espectáculo, no está de más mostrar cierta condescendencia hacia un acto tan revelador de la naturaleza de quien lo perpetra. La necesidad de aferrarse a esos pequeños lujos (en el fondo prescindibles y, digámoslo, un poco tristes) no hace sino evidenciar una incómoda certeza que no admite consuelo, ni tregua: la sospecha de que no le aguarda a uno mejor porvenir del que ha tenido hasta ahora. No se me ocurre mayor derrota que esa.
Otra cosa distinta son los lugares comunes. La geografía de un amor perdido se convierte, casi de inmediato, en tierra de nadie donde acecha la memoria en cada rincón. Cada cesión, cada entrega, es una pérdida, y poco a poco el mundo va reduciéndose, volviéndose más pequeño e insignificante. Al menos, para una de las partes.
Por eso, he estado seis veces en Roma y más de veinte en París. He vuelto, una y otra vez, para almorzar —aunque sea sola— en el Grand Colbert y para disfrutar de una pasta alla gricia en el Pecorino (que, a diferencia de la carbonara, solo puede tomarse en Roma). He cerrado Chez Castel, vestida con minifalda de Rabanne; y he desayunado en Sant Eustachio, mientras ponían las calles. Y lo he hecho siempre aferrada al mismo pensamiento: volveré. Volveré tantas veces como sea necesario hasta que me sepa de memoria lo que me aguarda a la vuelta de cada esquina, hasta que conozca todas las sombras de la ciudad y hasta que en los hoteles me llamen por mi nombre. Ningún nuevo amor podrá quitarme París, Roma y Venecia, porque son mías. He ganado todas esas batallas al tiempo, y sin embargo, aquí confieso: no he sido tan hábil en territorio nacional. Cada vez me quedan menos bares en mi propia ciudad… Pero eso da para otra historia.
¿Qué puedo decir? Nadie es perfecto.
Rompí después de 25 años con Roma, mi gran amor. Se quedó con mis mejores años, con un millón de recuerdos y con un ansia de belleza que no encuentro en otro lugar. Vuelvo a sorbitos para ir recuperando la cordura cuando llego a mi casa de allí, para embelesarme delante de un Gran Caffè con crema azucarada en Sant'Eustachio, un paseo sin destino por callejeras que aún me quitan la respiración y largo etc. Hacer las paces con nuestros fantasmas siempre conviene, sin renunciar a nuestra esencia, como Escarlata. Un abbraccio forte ❤️
El pasado existe porque alguien tiene memoria. La nostalgia, ese animal salvaje que nos muerde.