Como la mayoría de las cosas, el arte es enriquecedor si no te da una sobredosis. Todos hemos cometido alguna vez el error de ir a un museo con la heroica idea de verlo entero. Sólo un milagro te puede salvar de acabar agotado, arrastrando los pies en los últimos cien metros por cumplir contigo mismo y no dejar las cosas a medias, algo que a nadie le gusta hacer. Si encima te mareas (que puede pasar) aún creerás que estás sufriendo el síndrome Stendhal. No te engañes: estás saturado. No hace falta retener todo lo que ves y mucho menos pretender que te guste. Si alguna vez me acompañas a una exposición, te aconsejaré que intentes retener al menos una cosa que te haya gustado. Y si luego te tomas la molestia de investigar un poco más sobre ello al llegar a casa, todavía mejor. Esto es muy parecido a ir al gimnasio: no sirve de nada pretender recuperar en una mañana lo que no has hecho en todo el año, porque no volverás.
Escribo estas líneas a bordo de un tren que me devuelve a casa, de mi otra casa (que es Valencia). Voy escuchando con los auriculares unos sonidos de lluvia que he encontrado en Spotify para no oír la conversación de cuatro señoras que viajan a mi espalda. Es un truco que he aprendido de Eva Morell, y que recomiendo a todo aquel que necesite concentración en medio del ruido en el que vivimos inmersos. Aprovecho el trayecto para repasar las fotos que tomé en ARCO de varias cosas que llamaron mi atención. Mi queridísima amiga María Tinaut ha expuesto, un año más, en la galería Rosa Santos. María es de las pocas amistades sinceras que hice en Bellas Artes y que conservo después de ya tantos años. Solemos vernos anualmente dos o tres veces, coincidiendo con alguna exposición suya y, en esta ocasión, tuvo a bien hacer de cicerone por la feria para mí.
A María siempre le han fascinado las historias que yacen ocultas tras objetos cotidianos olvidados. Su obra, de manera profundamente poética, trate de reconstruir los relatos de los que han sido partícipes. Ya pintaba colchones al óleo, cuando las dos teníamos 22 años. Su interés creciente por la corporeidad de un colchón gastado se ha hecho evidente en la evolución de su obra. Los tiñe, los zurce y los rescata del olvido, con todas sus cicatrices, devolviendo a la cama su estatus de primer y último hogar, testigo silenciosa de grandes amores y desamores. Me encantaría tener una casa lo suficientemente grande para colgar su pareja de Single Lovers. Aquí la explicación, para quién quiera leerla.
No tengo fe en el destino, ni encuentro razones para justificar que las cosas sucedan por designio divino. Sin embargo, a veces ocurren casualidades capaces tambalear mis creencias. Recuerdo acudir, hace un par de años, al bufete de un antiguo amante con el que mantengo una amistad intermitente. Uno de sus socios acababa de jubilarse y le había cedido su despacho, considerablemente más amplio que el anterior. Quiso mostrarme, sin ocultar su orgullo, la última obra que había adquirido como un homenaje silencioso a aquel amor que compartimos, y que ocupaba un lugar destacado en la estancia. Tampoco yo fui capaz de disimular mi sorpresa al descubrir que la obra era de mi amiga María, de la que nunca antes le había hablado. El cuadro rezaba: There is no chance of love with/without the threat of loss. Nos volvimos a encontrar este año, en Arco, frente a la obra de María. Como dijo Ian Fleming: una vez es casualidad. Dos veces es coincidencia. Tres veces ya es enemy action.
Las dos nos detuvimos de golpe frente esta pieza de Julia Santa Olalla, que nos arrolló con su inquietante belleza. Aunque pueda no parecerlo, el agua es un elemento muy difícil de representar pictóricamente. Las piscinas poseen una cualidad misteriosa e inquietante, y en las obras de esta artista te atrapan con esa luz que emana de ellas. Podría pasarme horas disfrutando de su forma de representar lugares que pudieron albergar indistintamente episodios felices o desdichados. Parte de su atractivo reside en esa incertidumbre. Me gusta la espontaneidad de su trazos accidentado en algunas partes del cuadro, en perfecto equilibrio con esa precisión contenida del pincel en otras tantas.
Quizás sea un poco ingenuo por mi parte pensar que los galeristas no están al tanto del pudor que puede generar preguntar por el precio de una obra. Como buenos fenicios, tal vez sea incluso una forma sutil de disuadir a aquellos que vacilan al sacar la cartera. Encuentro muy útil saber el precio de las cosas. Después de todo, el valor de las mismas está en parte determinado por lo que uno esté dispuesto a pagar por ellas.
Aunque no me cuesta hablar de dinero cuando salgo a vender un proyecto, con el arte no soy tan valiente. Tengo una pésima opinión sobre las dotes comerciales de los galeristas: se les ve demasiado el plumero. Cuando empecé a trabajar, estuve a punto de invertir mis ahorros en una pequeña obra de Inma Femenia que no sólo me encantaba sino que además sabía que se acabaría disparando en poco tiempo. Acudí a aquella edición de ARCO con R, mi pareja en ese entonces. R es un arquitecto de gran prestigio internacional, pero no era una institución tan grande como para justificar la efusividad con la que se levantaron, tanto la artista como el galerista, al vernos llegar. Los galeristas, en general, rara vez se dignan a mirarte, pero hacia él todo eran atenciones y elogios. Le miraban con los ojos brillantes, llenos de interés, babeando por la venta que podrían hacer. Lo que no sabían es que R es de esos arquitectos tan puristas que cada vez que alguien le regala una obra, la guarda en un armario para que no perturbe la belleza de su arquitectura. Le molesta a la vista. Sé de primera mano que jamás ha invertido un sólo euro en arte. Y ahí estaba yo, invisible a los ojos de todos, sin que supieran que era a mí a quien debían estar haciendo la pelota. Por puro orgullo, decidí no comprar nada. Aunque tenía razón y la obra aumentó su valor con creces, no me arrepiento en lo más mínimo.
Por cómo te expresas, no tengo duda alguna de que tu espíritu es todo menos diminuto en ningún aspecto (aunque soy una ferviente defensora de que no hace falta ser trascendental a todas horas). El mundo del arte es un laberinto de complejidades y contradicciones empezando por los compradores: la mayoría de las veces, no saben ni lo que están adquiriendo (o sí lo saben y lo que compran es en realidad un cierto estatus); están también los que saben apreciar la pieza que tienen delante, pero no la pueden pagar. El artista, medio muerto de hambre, debatiéndose entre la indignación de ver sus creaciones reducidas a simple mercancía y su propia frustración hacia el galerista que no logra vender lo que debería. He sido testigo de galeristas despechados poniendo a caer de un burro a los artistas con los que ya no trabajan y por supuesto las envidias entre galeristas son también moneda corriente. Pero cuando te encuentras frente a frente con una obra que te sobrecoge y empiezas a rascar poquito a poco sobre el por qué, el proceso, sobre el artista como especie de discreta grupi, el resto da un poco igual. No dejan de ser comportamientos primitivos (rozando a veces la tragedia griega) y habría que estudiar de cerca a aquellos que se ríen y vanaglorian de saber más de arte que el resto de presentes. Me parece un poco osado porque siempre va a haber alguien que sepa más de arte que ellos mismos y entonces no podrán tirarse el pisto. ¡Te mando un abrazo valenciana!
Gracias por descubrirme a Julia Santa Olalla, su obra es realmente sugerente con esa unión de luz y oscuridad, de pulcritud y caos.