No sabría decir si la vida imita al ajedrez, o si el propio ajedrez no es más que una metáfora simplificada de la misma. Lo que sí sé con certeza —porque lo he visto, porque lo he vivido, porque lo he intuido incluso en otros, que es una forma todavía mejor de aprender— es que, en este juego de reyes, ocurre lo mismo que en el amor y en la guerra: es casi imposible ocultar las flaquezas, los titubeos o las ansias mal disimuladas que nos delatan cuando lo que está en juego nos importa más de lo que nos gustaría admitir.
Difícilmente podrá el impaciente ocultar su incomodidad frente a un contrincante cauteloso que avanza despacio, sin prisa, con movimientos cortos y calculada parsimonia. Se distingue pronto quién lleva las riendas por su determinación y quién sólo juega a aparentar llevarlas; quien se engalla en un campo de batalla despejado de obstáculos y quien se desmorona frente a una defensa siciliana. Están los que no saben perder y los que yerran, trágicamente, en su último esfuerzo, tras una lucha que a todas luces prometía la victoria. Y en una tercera categoría —no menos peligrosa— están aquellos cuya naturaleza los lleva, inevitablemente, a morir matando. Éstos, que van dejando cadáveres por el camino de sus propias filas, empujados por el impulso casi suicida de seguir hacia delante, sin siquiera mirar atrás, se diría que no tienen miedo ni al fracaso ni a la muerte. Son los que no tienen nada que perder, los que se saben condenados de antemano. Son Thelma y Louise pisando el acelerador hacia su fatal destino, como si la elección misma del abismo tuviera una elegancia imposible de alcanzar en cualquier otra forma de rendición.
Todo —el mundo entero, la vida misma— puede cambiar de la noche a la mañana: basta un mal movimiento, una palabra a destiempo, un lapsus, un traspiés para que nuestros planes se desmoronen sin pena, ni ruido, ni gloria; para que te cambien el rumbo a la fuerza y te dejen mirando a la luna durante mil noches en vela. Pero más insoportable que la derrota es la humillación; más doloroso que perder, es enterarse demasiado tarde de que la partida llevaba mucho tiempo jugándose en otra parte. Sólo la traición —traicionera— es capaz de resucitar amores a los que ni siquiera se les sentía el pulso.
Y aún así —y sin ánimo de eclipsar el protagonismo que reclaman los amores contrariados— déjeme decirle que de esta no se va a morir. Este fracaso, esta mentira, esta herida se cierra con un poco de tiempo y un par de chistes malos. No invoque, pues, innecesariamente, a Paquita la del Barrio —anda que no hay rancheras más dignas para desearle el mal absoluto al que no debe ser nombrado—. No escriba la biblia en un mensaje de WhatsApp —que no lo va a leer, y a mitad estará bostezando—, ni crónicas de los buenos momentos que a saber si para los dos fueron tan buenos. No reclame objetos perdidos. No maldiga ni blasfeme, ni tampoco envíe fotos no solicitadas porque el teléfono, en su incorregible torpeza, haya decidido rescatarlas del olvido (que es donde deberían permanecer, al menos por ahora).
Hágame caso. Escúcheme a mí, y no a esas malas compañías que disfrutan echando leña al fuego de otras vidas que no son las suyas: deje que se vaya, porque hay un juez llamado tiempo que no sentencia de inmediato pero que, tarde o temprano, pone a todos en su lugar… A todos. Sin excepción. Así que tampoco olvide sus propias plegarias: que a veces, la conciencia también nos engaña.
En un viaje a Roma me hice amiga de una enfermera (era un viaje de trabajo) que me enamoró por sabia- una noche de mucho vino vino a cuenta que me dijera -
“qué más da por lo que te hayan dejado? Te han dejado y punto. Llora tu pena y sigue”.
Y me quedé prendada.
Los deportes náuticos me han enseñado que es más complicado siempre soltar un cabo que atarlo. En la vida, lo mismo. Hay saber soltar amarras.
Me encanta "Thelma y Louise"
Un abrazo fuerte y que no te encuentres el finde a ninguna "rata de dos patas"