Cualquiera que en su quehacer diario se dedique a tratar con personas —un médico, un abogado o un comercial— sabe que un gesto de sorpresa que dura más de un segundo es falso. La microexpresión es fingida. Un acto deliberado y, por tanto, la persona miente. Hay quien sostiene que para ser un buen mentiroso es necesaria una memoria privilegiada. En mi opinión, sobre todo, hay que ser un buen narrador. Y, en un ejercicio de empatía, nunca subestimar lo que el otro es capaz de creer.
Tras leer El adversario de Emmanuel Carrère, sentí la necesidad de buscar en Google a Jean-Claude Romand. Quería ver la cara de ese hombre que vivió diecisiete años sumido en un abismo insondable de mentiras. Las mismas que le llevaron a perpetrar el asesinato de sus padres, su mujer, sus hijos y su perro; a razón de un miedo irracional a decepcionarles. Quise saber a qué se parecía, verificar si era capaz de vislumbrar signos inequívocos de maldad o de locura en su expresión. Pero no. Tan sólo tiene la apariencia —como se menciona repetidamente en el libro— de un hombre triste. El suyo me recuerda al patetismo de los personajes de Houellebecq, que tanto me incomoda leer en sus libros. De esos que juegan un papel secundario en sus propias vidas y a los que nadie presta atención, ni echa nunca en falta cuando se ausentan. Con la única diferencia de que la suya es una historia real. Lo que más me ha impresionado de esta crónica no es el hecho de que una persona tenga la capacidad de mantener una mentira de tal envergadura durante tanto tiempo, sino que nadie haya cuestionado ni siquiera mínimamente la veracidad de sus relatos. Resulta increíble que familiares y amigos pasaran por alto con tanta facilidad detalles inverosímiles de sus enredos, los que el libro recoge sin prejuicios. ¿Cómo es posible que nunca se detuvieran a considerar que, aunque no fueran imposibles, sí eran altamente improbables?
En su libro sobre la Psicología del testimonio, Giuliana Mazzoni —profesora de Psicología y Neurociencia en el Departamento de Psicología de la Universidad de Hull (Inglaterra)—, explora los mecanismos y variables que intervienen en la narrativa de un testimonio. Sus estudios permiten evaluar, con criterios científicos, la veracidad de una declaración. Uno de sus métodos para desenmascarar una mentira consiste en pedir a la persona que repita su relato desde una nueva perspectiva o cambiando el orden cronológico de los hechos. De esa manera, se pone de manifiesto si la narrativa ha sido memorizada o responde realmente a una experiencia genuina. Es un libro fascinante que ojalá hubiese descubierto antes.
A propósito de las mentiras, Jeanne Moreau le dijo a José Luis de Vilallonga: «de todos los fallos viríles, la mentira es lo que mejor comprendo. ¡Las razones que tienen los hombres para mentirle a una mujer son un testimonio tal de su fragilidad! Porque no siempre mentís para engañarnos, a veces lo hacéis simplemente por… adornar. Ese deseo infantil de mejorar las historias imperfectas me conmueve, porque no siempre es fácil, ni divertido, vivir a la altura de nuestra imaginación. Mentir… es una manera de abaratar la poesía.»
Peco quizá de ser excesivamente desconfiada (me lo han dicho siempre) pero, ¿cómo depositar una fe ciega en la palabra ajena, considerando que hasta las más insignificantes mentiras sin importancia están a la orden del día? Todos mentimos, incluso a nosotros mismos. Los motivos sólo Dios puede saberlos.
PS: Con permiso del señor Vargas Llosa, tomo prestado el título que publicó en Contemporánea, allá por 2015. La verdad de las mentiras es un ensayo absolutamente personal sobre veinticinco novelas de la literatura universal que le marcaron profundamente. Lo recomiendo encarecidamente para quien quiera vivir otras vidas —y probarse otros nombres—, sin complicarse tanto como Jean-Claude Romand. La vida es una y tiene límites.
Pringosa y pegajosa. La mentira lo lía todo. Se enreda en las piernas, en el pelo, entre los dedos… Hay una “mala hierba” que no se ahora mismo como se llama. Tiras de ella y empieza a salir tallo y tallo y tallo que estaba escondido entres otras plantas, por el suelo, entre la tierra. Es una planta larga, con hojas chiquitinas y muy pegajosa. Así es la mentira.
Nada que ver con tu entrada de hoy o sí, pero el otro día en el avión volví a ver "Lo que el viento se llevó". Peliculón. Cada vez que la veo me gusta más.