De todas las mujeres que podría haber elegido como mi alter ego, escogí a Escarlata O’Hara por cómo Margaret Michell la describe en las primera líneas de su novela más famosa: «Escarlata O’Hara no era bella, pero los hombres no solían darse cuenta de ello hasta que se sentían ya cautivos de su embrujo, como les sucedía a los gemelos Tarleton.» Los que no fuimos bendecidos por la gracia de la belleza —la de verdad, la que es injusta, la que te sobrecoge nada más la ves cruzar el umbral de una puerta y desmerece al mejor de los artificios con los que pretendías emularla—, hemos tenido que aprender a manejar otras armas. Si bien más sutiles, también más poderosas. Porque la belleza puede abrir puertas, sí, pero sólo el ingenio (y el misterio) conseguirá que se queden abiertas.
Desde muy jovencita, he buscado con obstinación en mis lecturas algo que confirmara que no hace falta ser guapa para conquistar el mundo. Tengo frases y párrafos enteros subrayados que ratifican mi teoría: hay mujeres capaces de encender fuegos que ni siquiera la más espléndida belleza podría mantener vivos por sí sola. Más noches en vela han provocado Sherezade, Sabina y la niña mala1 que Blanca Nieves o la Cenicienta.
Mi querido José Luis2 (siempre tan atento a las complejidades femeninas) recoge, en un libro maravilloso titulado Inolvidables Mujeres, unas palabras de Loris Azzaro —aquel diseñador de los años 70 y 80 que rivalizaba con Pierre Cardin y del que por supuesto nadie se acuerda ya—, a propósito de un cierto tipo de mujer que no encaja en los cánones convencionales de belleza, pero que ha sabido transformar lo que muchos considerarían un defecto en su mayor fortaleza:
No hay mujeres guapas y mujeres feas: sólo hay mujeres que «saben» y mujeres que «no saben». Es decir, mujeres que se conocen y mujeres que se ignoran. Marlene Dietrich decía: «Mis piernas no son realmente tan extraordinarias, pero yo sé exactamente lo que puedo y lo que no puedo hacer con ellas.» Marilyn Monroe no resistiría el análisis de un experto. Tenía los muslos cortos, un trasero por los suelos y un vientre de una mujer embarazada de varios meses. Sin embargo, supo convertirse en el sex-symbol de su época. ¿Y qué me dices de nuestra común amiga Sofía Loren? Sofía es el prototipo de la mujer fea deslumbrante. Todo en ella es desproporcionado. Tiene una barbilla huidiza, una boca enorme llena de dientes y unas manos exageradamente grandes. Pero si la comparas con Lollobrigida, que lo tiene todo mesurado y en su sitio, Sofía es de una belleza incomparable. ¿Por qué? Porque Sofía, como la Dietrich, la Monroe, la Garbo, Grace de Mónaco y unas cuantas más, es una de esas mujeres que irradian ese algo misterioso que hace que nos fascinen. Es más, nos obligan a ver en ellas sólo lo que ellas quieren que veamos. Son todas mujeres que «saben».
Mientras me lavo los dientes, miro de reojo las filas de cremas y potingues que reinan en mi cuarto de baño y me pregunto si realmente necesito semejante arsenal. ¿Notaría alguna diferencia si no volviera a utilizar la mitad ellos? Estoy segura de que no. En esos momentos de gran pesar que todos atravesamos alguna vez en la vida, ni la vitamina C más potente del mercado puede obrar el milagro de resucitar el brillo de un atractivo deslucido por la tristeza. Por consiguiente, a esos expertos en principios activos, con sus títulos en dermatología avalados por YouTube—y que solamente tienen la piel mejor que yo porque nacieron anteayer—, tengo que decirles que el único secreto que yo conozco para estar radiante es ser feliz. Lo decía Flaubert: «nunca estuvo Madame Bovary tan bella como en esa época; tenía esa indefinible belleza que resulta de la alegría, del entusiasmo, del éxito, y que no es otra cosa que la armonía del temperamento con las circunstancias.»
Basta de escarbar en el vacío: menos vueltas al alma y más páginas leídas.
A todas mis queridas lectoras: Travesuras de la niña mala es de lectura imprescindible, porque el amor, al igual que la guerra, es un arte que nunca debe dejarse al azar. Ha sido uno de mis libros de cabecera desde los 19 años. Si aún no lo habéis leído, estáis tardando. No digáis luego que no os lo avisé.
¿Qué José Luis? De Vilallonga, ¿quién iba a ser? Y ese libro del que hablo es una joya digna de compartir estantería con Historia de Mujeres de Rosa Montero y Divas rebeldes de Cristina Morató. Tanto él como sus libros han sabido rodearse siempre de la mejor compañía.
Cuanta razón tenía Flaubert. Yo también peco de cremas caras, pero los días que me miro en el espejo, o me pillo de refilón en la cámara del súper y pienso “y esa diosa, quién es?” Son los días que pertenecen a temporadas en las que estoy pletórica, que me se dueña y señora de mi destino y me he querido lo suficiente para ponerme rímel y una sonrisa de esas por las que la gente se pregunta “y yo? Podría ser así de feliz?” Un placer, Mala.
Gustarte es gustar, y no va de cremas ni medidas. Si tu te crees los demás también. Que lo sepamos no interesa al mundo de la moda en general, es ir contra corriente y a veces complicado....pero realmente fascinante!