Por más que lo intento, no consigo acostarme pronto. Adquirí ese mal vicio hace muchos años, cuando era adolescente, y lo he practicado de manera intermitente a lo largo de mi vida. Es casi imposible, cuando duermes acompañado, pasarse la noche tramando cosas por la casa con las luces encendidas. O bien molestas al que tienes al lado, o despiertas una malsana curiosidad que hay que calmar con demasiadas explicaciones que no estoy dispuesta a dar.
Puede resultar contradictorio porque soy de esas personas que necesitan sus (mínimo) ocho horas de sueño. Me cuesta horrores madrugar, y ni siquiera me atrae especialmente la noche. No obstante, espero con ansias el momento de llegar a casa, hacerme la cena, desmaquillarme y meterme en la cama. Me pongo a leer o a escuchar música y, cuando quiero darme cuenta, dan la una y media o las dos de la madrugada. Incluso a veces las tres, aunque rara vez. Sé que a la mañana siguiente me levantaré notablemente menos risueña de lo habitual, pero merecerá la pena por haber podido disfrutar del único momento de la jornada en el que tengo la garantía de que nadie me va a molestar.
Gran parte de mi cultura musical proviene de las horas que pasé viendo en youtube a mis artistas favoritos (casi todos muertos, por supuesto). Simultáneamente, descargaba con el eMule mis recientes descubrimientos, e incluso la infinidad de versiones que pudiesen existir de una misma canción en los ordenadores de otros. Desarrollé una excelente memoria para la música y un repertorio completo en mi cabeza que puedo entonar (con más o menos éxito) en casi cualquier ocasión. Todavía no se había inventado el Shazam, y no quedaba otra más que tratar de descifrar parte de la letra de lo que estuviera sonando y asegurarme de no olvidarlo hasta poder llegar a casa y buscarla en internet. Así transcurrieron mis noches, una tras otra, en un vaivén entre la somnolencia diurna y el trasnochar sin que asomara en mí el menor atisbo de culpa.
A veces, pienso en lo distinta que habría sido mi vida de haber evitado aquellas noches de insomnio sin restricciones. Estoy convencida de que, si hubiera dirigido mi atención en clase en lugar de dejar pasar las horas distraídamente, habría logrado sacar mejores notas con muy poco esfuerzo. Quizá no hubiera sido la mejor de mi promoción, pero sí contaría con un nivel razonablemente por encima de la media y, por ende, me habría graduado haciendo gala de una mayor seguridad en mí misma. De haber sido así, lo más probable es que ahora fuera ingeniera industrial: lo que prometí a todo el mundo que iba estudiar. Pero cuando fui a matricularme en la universidad, en el último minuto, como si me diese todo igual, puse Bellas Artes como primera opción. ¿Me arrepiento de aquel giro inesperado de guión? Muy pocas veces. Sólo en contadas ocasiones, cuando me enfrento a procesos de selección y mi currículum es descartado porque la mayoría de gente considera que el arte carece por completo de utilidad. En parte, tienen razón. Lo que no saben es que todo el conocimiento aparentemente inútil o anecdótico que he ido acumulando, me ha servido en algún instante decisivo para desarmar a individuos muy superiores a mí en edad, experiencia y poder.
No es difícil encontrarse con personas apasionadas por la historia moderna. Me atrevería a decir que la Segunda Guerra Mundial figura entre los conflictos bélicos que más curiosidad suscitan y acaso uno de los temas que los hombres han tenido el gusto de explicarme con mayor frecuencia. Aprendí a zafarme de las lecciones de historia resucitando una canción de amor y muerte: Lili Marleen. Escrita por un soldado alemán durante la Primera Guerra Mundial, grabada veinte años después con música de uno de los compositores más admirados por Hitler, con la voz de una cantante enamorada de un judío y coreada desde ambos lados de las trincheras.
Lili Marleen no es en realidad un nombre de mujer: sino de dos mujeres. Su autor, Hans Leip, fue incapaz de decidirse entre la mujer de la que se despidió al partir al frente, Lili; y la enfermera que conoció en periodo de guerra, llamada Marleen. Compuso un poema dedicado a estos dos amores que él mismo consideró (me pregunto si hasta el final de sus días) como lo peor que había escrito jamás.
La primera vez que se emitió por la radio fue casi por error: la versión primigenia de Lale Andersen empezaba como una marcha militar y la persona encargada de la programación no la había escuchado entera. Tal fue su éxito que, a petición de miles y miles de soldados del frente, empezó a emitirse todas las noches a la misma hora. Y de alguna forma, se hizo viral. Los alemanes presumían de que los ingleses, en África, pedían a los alemanes por la noche que subieran la música para poder escucharla. Los ingleses por su lado, cuentan que la descubrieron por los prisioneros de guerra, que la cantaban sin cesar.
Según he podido leer, Lili Marleen pudo haberse traducido a más de 48 idiomas y se han llegado a publicar 195 versiones de la misma canción. Sin desmerecer a Marlene Dietrich, la reina indiscutible de todas las interpretaciones (tan buena es su versión alemana como la inglesa), mi gran favorita es la versión de Jean Claude Pascal, en francés. Cada bando tenía la suya propia. En general, una canción de amor y esperanza. Sin embargo, como si de un mal presagio se tratara, de entre todas las versiones, tan solo los alemanes la cantaban con una profunda tristeza. ¿Casualidad? Nunca lo sabremos.
Me gusta especialmente esta fotografía de posguerra que he encontrado en la que aparece Lale Andersen actuando en la Radio de las Fuerzas Británicas, presumiblemente interpretando su versión en inglés. Parece feliz. Cuando le preguntaron por qué creía que la canción había alcanzado tal éxito, se limitó a responder: "¿Puede el viento explicar por qué se convirtió en tormenta?”
Buenísima respuesta.
Le escuché y me enamoré. No tengo versiones favoritas, supongo que porque todas las que he escuchado me evocan una tristeza que no puedo acabar de describir. Es una tristeza que uno siente por gente que no ha conocido. Me imagino a los chavales de ambos bandos en las trincheras sabiendo que el amor por Lili Marlene es probablemente el único que van a conocer de cerca. Qué horrible, la guerra. Pero la versión de JC Pascal me parece más “real” quizá porque la canta un hombre, y eran los hombres (o chicos) los que morían en las trincheras.
Lo que dices sobre los músicos me gusta. Un superpoder. Me hubiese gustado más que el músico hubiese pasado a ser experto en fisión nuclear, por aquello de que la melodía de la bolsa es una que no me resulta agradable, pero sí que es cierto que si uno puede descifrar los entresijos de la música y aplicarlos a la vida cotidiana parece que uno tiene la clave para entender el sentido de la vida. Te imaginas? La respuesta a la pregunta ¿por qué existimos? Escondida entre las progresiones de la quinta de Beethoven? Y nosotros sin saberlo.
Ay Mala, qué texto tan bonito. Soy una gran creyente de que los curriculums nunca podrán reflejar nuestras habilidades. Conocí una vez un violinista reconvertido a banquero que me dijo que lo contrataron en su banco porque el jefe decía que los músicos tenían una manera diferente de ver los números. Igual pretendían que hiciesen medodías con la campanita de las cajas... en fin, voy a buscar esa versión que te gusta de Lilli Marlene a ver qué me inspira. Luego a las trincheras.