El barco está a punto de zarpar y somos pocos los que hemos subido a bordo. He pasado las últimas dos semanas consultando el parte meteorológico de forma compulsiva. Seguiré haciéndolo en los próximos días, cada mañana al despertar, con la esperanza de ver cómo se alejan las nubes y suben las temperaturas. Según sople el viento, me resguardaré en el lado de la isla en que más tranquilas estén sus aguas. Será, casi seguro, en aquella playa en la que hicimos el amor bajo las estrellas o en ese brazo de tierra que recorría Paz Vega en Lucía y el Sexo, jurando y perjurando, con una convicción que sólo puede provenir del miedo, que no necesitaba a nadie, que podía arreglárselas sola. Es mentira: la soledad es complicarse la vida.
Llevo tres libros conmigo: Lolita, de Nabokov; La ignorancia, de Milan Kundera y, como no podía ser de otra manera, uno de mis libros de cabecera que he rescatado por la nostalgia de los que fueron mis años de juventud más intensos: Travesuras de la niña mala, de Vargas Llosa.1 Es entre sus páginas donde siempre he encontrado la imagen más precisa de lo que uno piensa —cuando es joven y apasionado— que es el amor, aunque venga tan cargado de errores como de deseos irrefrenables. En la maleta van otros dos, también por si acaso: uno prestado de Leila Guerriero —que como apuntó
: un libro prestado y subrayado es mucho más valiosos que uno nuevo—; y Orbital de Samantha Harvey, vaya a ser que me desborde lo que me espera en esta isla y necesite tomar perspectiva saliendo de la mismísima órbita de la Tierra. No saber qué leer es otra de tantas formas de angustia, y tener opciones es un consuelo. Tampoco será esta la primera ni la última vez que viaje con más libros que bikinis —y eso que podría pasar un mes entero sin repetir uno solo de tantos que atesoro en mis cajones, junto a la ropa interior—.Mañana hará sol. Se me ha hecho larga la espera. Incluso interminable, y por momentos ese exceso ha adquirido el peso de una penitencia silenciosa. Ya me estoy viendo al calor del Lorenzo, con los pies desnudos clavados en la arena, y siento una corriente eléctrica, carnal, infantil y atávica, brotando del pecho como una marea recién liberada. Es inevitable que, en ese estado de anticipación casi febril, acuda a mí un recuerdo de otra vida. Un recuerdo de otro rostro, de otro cuerpo que se deshacía contemplando la blancura de mi piel bajo el minúsculo triángulo de tela que habrá de cubrirme y que, con tanta urgencia, dejaré abandonado en la arena cuando me meta en el mar. El cuerpo —el mío— lleva clamando otra cosa desde que empezó el invierno: aventura, pura y dura, con nombre propio y sin excusas. ¿Qué será, me pregunto, eso tan primitivo que aflora en nosotros cuando hacemos las paces con la naturaleza y nos entregamos a ella? Hay una verdad que el progreso, con toda su aparatosa modernidad, no ha conseguido borrar del todo: el ser humano no está hecho para vivir permanentemente con las suelas pegadas al asfalto. El alma, como el cuerpo, reclama volver a sus orígenes.
En griego, «regreso» se dice nostos. Algos sinigifica «sufrimiento». La nostalgia es, pues, el sufrimiento causado por el deseo incumplido de regresar. La mayoría de los europeos puede emplear para esta noción fundamental una palabra de origen griego (nostalgia) y además, otras con raíces en la lengua nacional: en español decimos «añoranza»; en portugués, saudae. En cada lengua estas palabras poseen un matiz semántico distinto. Con frecuencia tan sólo significan la tristeza causada por la imposibilidad de regresar a la propia tierra. En español, «añoranza» proviene del verbo «añorar», que proviene a su vez del catalán enyorar, derivado del verbo latino ignorare (ignorar, no saber de algo). A la luz de esta etimología, la nostalgia se nos revela como el dolor de la ignorancia. Estás lejos, y no sé qué es de ti.2
Ya llegamos, no me esperen despiertos.
Besos y amor
Escrito en papel, durante un viaje por mar. Transcrito al amanecer desde una habitación de hotel.
Y por razones obvias, no nos engañemos: era preciso y necesario rendir un íntimo homenaje para despedir a una figura que ya es parte indisoluble de la historia literaria de nuestro tiempo. Un escritor irrepetible, una mente irremplazable, un coloso de las letras que lo ha leído y vivido todo. Será esta la primera vez que asista al silencio definitivo de una voz que me ha acompañado durante años y cuya obra he devorado con avidez. O mejor dicho, y para ser justos: es su obra, en realidad, la que ha terminado por devorarme a mí. Estoy segura —porque también las lectoras tenemos certezas íntimas que no necesitan ser justificadas— de que, desde donde quiera que se encuentre, el señor Vargas Llosa sonreirá al saber que muchas de sus lectoras, con toda la admiración intelectual que le profesamos, coincidimos en un punto que no figura en ningún prólogo ni ensayo: que además de todo, señor Vargas Llosa, estaba usted como un tren.
Subrayo este extracto de La ignorancia, que estaba hojeando mientras escribo esta misiva, cautivada por la belleza devastadora de esa frase tan sencilla que cierra tamaña reflexión: “Estás lejos, y no sé qué es de ti.” A eso se resume todo.
Que preciosidad. Leerte hoy, un día gris en Lund, sin mar y sin descanso (mañana Viernes Santo yo también me entrego por el perdón de los pecados y estoy de guardia) estoy aquí frente la pantalla azul del ordenador y susurro a (mi) Mediterráneo “estás lejos y no sé qué es de tí”
Precioso ❤️