Cuando Benjamin Braddock, interpretado por un jovencísimo Dustin Hoffman, entra tímidamente en la habitación de hotel donde Mrs. Robinson lo va a graduar en el oscuro objeto del deseo, basta con ver la expresión de su mirada para intuir el escenario del gran estreno. Nosotros, sin embargo, nunca lo veremos. En ningún momento la cámara mostrará otra cosa que el barrido nervioso de sus ojos, calibrando si les favorecerá más la luz indirecta del cuarto de baño o la que se filtra entre las persianas. Nunca sabremos si el suelo estaba enmoquetado ni si la colcha era de flores con manchas de nicotina. Pero tampoco hace falta. Cada uno pone en esa cama el desorden que lleva dentro o lo que le permiten sus fantasmas. Todo lo que no se ve, lo inventa el espectador que, a fin de cuentas, también siendo joven —o no tan joven— habrá sentido alguna vez un vértigo abismal frente a las puertas del infierno.
Tampoco sabremos nunca con certeza qué palabras se cruzaron Leonard Cohen y Janis Joplin en el ascensor del Hotel Chelsea, más allá de lo que él cantó, años después de que se la llevara la muerte. Ella buscaba a Kris Kristofferson1, él a Brigitte Bardot. Que se encontraran fue una de esas coincidencias que trastocan el curso lógico de las voluntades: yo venía aquí a por otra cosa pero me distrajo un gesto, una frase, la mujer equivocada en el lugar menos pensado. Y con ella vino un cambio de rumbo, una historia que contar, otra canción para recordar. De cualquier aventura hay al menos dos versiones. Pero en ésta, hay tres: la que ella se llevó consigo; la tristísima canción que escribiría él en una servilleta —condenada al ostracismo, pues nunca fue incluida en ninguno de sus discos—; y la misma, reescrita un par de años más tarde, mutilando el final con una frase tan cortante que aún hoy cuesta creer que sea cierta2. Lo que nunca fue Chelsea Hotel es una canción de amor, aunque muchos se empeñen en sostener lo contrario. Como ocurre con todas las cosas un poco enigmáticas, uno busca el significado que más le conviene: se queda con la frase que le hiere, la que le salva, la que habla de su vida, de su dolor, de las obsesiones que le gobiernan. Del mismo modo, escoge las mentiras en las que decide creer, que suelen ser más soportables que las verdades — y casi siempre más estéticas—.
Saquen ustedes sus propias conclusiones, pero estoy segura de que coincidirán conmigo en esto: a nosotros, los mortales, se nos pasa la vida. Y si uno quiere vivir algo que recordar cuando este mundo ya no sea suyo y la juventud lo mire como a un mueble viejo sin historia, tiene que salir fuera y devorarlo todo. Subirse a un ascensor con un desconocido y hablarle, aunque no sean las tres de la madrugada. Aferrarse a la curiosidad como si fuera un salvavidas. Nunca dar por hecho que se conoce lo suficiente a alguien. Sentarse en la barra de un bar, pedir otra cerveza, mirar a todo el mundo a los ojos e improvisar. Sin vergüenza. Y ser simpático, qué carajo. No hace falta ser guapo para estar vivo. Pero no se quede en un rincón abrazado al horóscopo. Me niego a creer en la casualidad, en el azar, y mucho menos en el destino: solo creo en los trenes que pasan, y que muy pocos cogemos, porque casi nadie se atreve a viajar sin rumbo fijo. El único rumbo que, a mi parecer, merece realmente la pena.
Al final, solo nos quedarán los recuerdos, y más vale que ardan. Más vale que duelan. Más vale que brillen como bengalas en mitad del naufragio.

Ella era, por aquel entonces, mucho más famosa que Cohen. Pero no tanto como lo sería tras la publicación de Pearl, su cuarto álbum, editado tres meses después de su muerte. Aquel disco póstumo incluía una versión acústica de Me and Bobby McGee con la que alcanzaría el apogeo de su fama, convirtiéndose en el gran número uno de su carrera, aunque ella nunca llegara a saberlo. La canción, por cierto, la escribió Kris Kristofferson, que tampoco supo, hasta que el álbum salió a la luz, que Janis había grabado la mejor versión que jamás se haría de su tema. A veces uno escribe algo, lo lanza al mundo sin saber para quién es, y resulta que lo recoge una voz que lo transforma y lo hace suyo de una forma tan rotunda que ya nadie recuerda a quién pertenecía primero.
De la primera versión de Chelsea Hotel sólo queda la grabación de un directo en el verano de 1972, apenas dos años después de la muerte de Janis Joplin. Sin género de duda, yo me quedo con esa: más tierna, más humana, más sincera. Porque el tiempo no siempre mejora lo que toca; a menudo lo desdibuja. La memoria, ya se sabe, tiene mala letra y peor oído.
Elegir siempre el avance. Saltar a pesar del vértigo. Atreverse, porque puede haber un no, pero también un sí. Como siempre cito, como decía el personaje de Céline en Before Sunrise, la respuesta debe de estar en el intento. Y como digo yo, ese es el sentido, los que eligen la posibilidad en lugar de refugiarse en lo imposible.
Estupendo texto el tuyo.
No sé, creo que prefiero la versión de final brutal- porque en realidad no pensamos demasiado en amantes del pasado, quizá sólo los invocamos para escribir canciones, o contar anécdotas de juventud en una cena de amigos con dos copas de más “os acordáis cuando Ana se colgó de aquel imbécil que sólo servía para cortar callos?” Si bien, nunca fueron tan imbéciles, o cortar callos es una habilidad infravalorada… y siempre dejan algún tipo de traza, aunque no te acuerdes de su nombre mientras vas deslizando los dedos una y otra vez sobre las cicatrices que dejaron encuentros pasados, fueran de amor o simplemente para llenar un vacío unas pocas horas.