De George Clooney siempre se ha dicho que es el Cary Grant del siglo XXI. Será por su clásico corte de pelo, sus trajes a medida o esa forma indolente de sonreír arqueando las cejas. Lo cierto es que no es difícil imaginárselo devolviéndole la réplica a la reencarnación de Katharine Hepburn (si es que tal fenómeno pudiera existir hoy en día), con cara de no haber roto un plato en su vida. No obstante, la comparación no deja de resultarme imprecisa. Hay algo en George que desentona con la pulcritud de Cary Grant: el primero es más desinhibido, no tan brillante como actor pero, sobre todo, tiene un punto de chuleta encantador que lo hace endiabladamente atractivo.
He debido ser la última persona del mundo en tropezar con el vídeo de su aparición estelar, junto a Brad Pitt, en el festival de Venecia y ahora no puedo dejar de verlo. El flechazo ha sido ineludible. Muy enamorada tienes que estar de Brad Pitt —siendo, en mi opinión, muchísimo mejor actor— para que a su lado no te resulte un tanto aburrido. Y no es que George se haya esforzado; no hay ni un atisbo de esfuerzo en lo que hace. Famosa es la apuesta que hizo con Nicole Kidman mientras grababan El pacificador en 1997: diez mil dólares americanos a que no se volvería a casar antes de cumplir los cuarenta. Por supuesto ganó la apuesta. Cumpliendo con su palabra, Nicole Kidman le envió un cheque con la cantidad pactada el día de su cumpleaños. Sin embargo, en un incontestable gesto de caballerosidad, este le devolvió el cheque y redobló la apuesta: doble o nada, por diez años más. Hay cosas que no se pueden fingir, y una de ellas es la elegancia.
Toda una bandada de hombres parecen no estar del todo satisfechos con el arquetipo de masculinidad que representa Timothée Chalamet, y claman el regreso de la vieja escuela (la de Mastroianni, no la de Torrente). Aplaudo con sincero entusiasmo la iniciativa pero, ¿dónde estáis? Me hallo expectante, aguardando cruzarme por la calle con alguno de esos adalides de lo clásico. Pero no veo que ninguno de los que hacen apología de esa masculinidad se parezca ni lo más mínimo a sus propios ídolos. Ni siquiera en el vestir, que no es tan difícil. O quizá sí lo sea, porque nadie, absolutamente nadie, viste como George Clooney, ni en la alfombra roja ni fuera de ella. Mira que lo tienen fácil los hombres para acertar en una fiesta de etiqueta y, aun así, cuántos se empeñan en complicarse la vida con combinaciones imposibles para acabar hechos un cristo en un afán de originalidad. Y no, no voy a dar nombres. Pero en el festival de Venecia no se salva ni uno. A excepción de George, claro está: de punta en blanco con su smoking negro, sus zapatos enlucidos y una pajarita del tamaño que toca. Sin excesos, ni grandes artificios. Le perdonamos que lleve el reloj a la vista1 porque, honestamente, no se puede ser más cool. No es tan difícil, caballeros: ante la duda, siempre George Clooney.
Tendríamos que empezar a preocuparnos si un hombre así estuviera soltero, pero no es el caso. Y si hay otro mérito que debemos reconocerle a este señor, es la mujer que tiene a su lado. Al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios: por fin un hombre guapo, con éxito y dinero —que no por fuerza una cosa es sinónimo de la otra pero, en general, suelen ir emparejadas— que va de la mano de una mujer independiente y altamente cualificada, en lugar de andar detrás de llamativas Barbies descerebradas. Amal Clooney es una mujer de bandera. Y cuando las revistas femeninas, como Vogue, dejen de preguntarle a una mujer así lo que desayuna para mantenerse en forma2 y se interesen por su carrera profesional, por las causas que defiende ante cortes internacionales, por cómo se mueve en los ambientes más poderosos del mundo (en Ginebra, en Nueva York y en La Haya), por lo que está leyendo o, simplemente, le pidan su opinión sobre cuestiones ajenas a la crema que se pone antes de meterse en la cama; tal vez —y sólo tal vez— dejarán de tratarnos en ciertos ámbitos como si fuésemos retrasadas mentales.
La belleza no está reñida con la inteligencia, ni la independencia con la galantería. Parece mentira que aún tengamos que recordarlo, pero aquí estamos: intentando convencer al mundo de que una mujer puede ser guapa y brillante a la vez, y que no por ser independiente debe renunciar a los pequeños gestos de caballerosidad. He de confesar que me encantó que George Clooney tuviera a bien adelantarse al aparcacoches para abrirle, él mismo, la puerta a su mujer a su llegada al festival. Sé que esto ya no está de moda y, seguramente, ni siquiera bien visto; pero a mí, personalmente, sí me gusta que me abran la puerta y me cedan el paso (y, si es posible, también que me traigan el desayuno a la cama). Entiendo que muchas mujeres rehusen de ello como un acto personal de insubordinación. Yo discrepo: bastante poder tienen ya los hombres como para encima dejar que pasen delante de mí. Soy perfectamente capaz de abrirme la puerta yo sola, pero no está de más recordarle a la humanidad que por el hecho de ser mujer tengo el poder de traer vida al mundo, y eso merece un respeto. Mi cuerpo está concebido para, algún día, albergar en sus entrañas una vida, además de la mía, con todo el sacrificio, el dolor y la fuerza que ello implica. Así que cuádrense, caballeros, que el futuro de la sociedad —si así lo quiero, que todavía está por ver3— se gestará en mi vientre. Algo que, indiscutiblemente, los hombres no pueden hacer. Por eso, siempre apreciaré al caballero que tenga en consideración este superpoder que la naturaleza me ha otorgado y me abra la puerta al pasar, como si fuese yo la mismísima reina de Inglaterra. No merezco menor trato. Y, por supuesto, siempre le agradeceré el detalle.
Especialmente, si se parece a George.
La regla original y más antigua del protocolo dicta que ni hombres ni mujeres deben llevar reloj cuando van de etiqueta. La razón es sencilla: estar mirando la hora en una fiesta es, simplemente, de mala educación. Si lo llevas, al menos que no se vea. Pero bueno, mi abuelo siempre decía que lo importante es saberlo, luego puedes hacer lo que te dé la gana.
Me pregunto qué clase de respuesta esperan los lectores: ¿que toma batidos con colágeno de dragón o un yogur con sangre de unicornio? No me he molestado en leerla, ya me contarán ustedes si la respuesta es tan insólita como la pregunta.
Que conste en acta que aunque nunca llegara a tener hijos, no pienso renunciar bajo ningún concepto al estatus divino que me corresponde. No hay embarazo ni maternidad que lo certifique o lo anule. Las mujeres llevamos el poder de crear vida, pero también el de elegir cómo vivirla. Así que, con o sin descendencia, seguiré siendo una diosa en mi propio pedestal.
“Marcello, where are you?”
A mi me encanta Amal ❤️. Que nunca jamás desaparezca la cortesía.