Durante los 128 minutos que dura Lucía y el Sexo1, no se menciona ni una sola vez en todo el guión la palabra “Formentera”. También es omitida en la memoria que Julio Médem publicó tras el estreno de la película. En su lugar, se refieren a ella como “la isla” o “tu isla”, pero nunca por su nombre. Así es, por otro lado, como la llaman todos sus enamorados.
En los últimos diez años, también yo me he escapado a la isla con diversas excusas, distintas parejas o mis mejores amigas. He ido incluso absolutamente sola, que es la única forma de perderse y a la vez de encontrar refugio. Sólo en aquellas singladuras solitarias pude disfrutar de lo que verdaderamente iba a buscar en la isla: hacer vida de pueblo —yo, que ando perpetuamente huérfana de esto último— junto a un mar que bien podría ser una piscina. Sin embargo, en mi último viaje, no la reconocí. Quizá sea yo la que ha cambiado, y no la isla.
Los locales —los que viven de esto— aseguran lo mismo cada año: «no ha venido tanta gente como en la temporada anterior». Y tengo la impresión de que lo dicen con cierta decepción, como si les sorprendiera que no acuda más gente a disfrutar del prototipo de magia, patentada y producida en serie a raíz del famoso anuncio de Estrella Damm. Quizá yo tampoco vuelva: no quiero más atardeceres con banda sonora incorporada.
En esta huída hacia delante que acabo de emprender hacia puertos nunca antes vistos, voy en busca del chiringuito perfecto: un lugar al que siempre volver y en el que acumular nuevos recuerdos. El chiringuito perfecto está a pie de playa. No importa si es de arena o de canto rodado, pero tiene que estar frente al mar, porque hace falta una brisa que te refresque la nuca los días en que aprieta el calor. Cuando llegues a casa, tendrás el pelo como un león (algo que, curiosamente, encanta a los hombres: nosotras nos empeñamos en llevarlo perfecto, domando el encrespado, alisando flequillos, y resulta que ellos se mueren por dormir junto a un animal salvaje. Eso sí, con las uñas perfectas color carmín). El chiringuito perfecto es un sitio sin pretensiones y se conserva igual que cuando lo fundaron, allá por los años setenta. Se come bien, pero no hay gran cosa en la carta: unas buenas patatas fritas, aliñadas con gracia; aceitunas con anchoas, una pequeña variedad de conservas y un buen tomate con sal —de los de antes—. Nunca te cobrarán siete euros por una cerveza y siguen teniendo la misma carta de helados que en los noventa (de Frigo o de Miko, siempre hubo dos clases de personas). El dueño siempre está, los camareros son los mismos, año tras año. Se acuerdan de ti, aunque no te conocen. No saben de tu vida más que sus propias elucubraciones por las historias que te oyen contar cada verano —porque todos los que hemos trabajado en hostelería sabemos que se desarrolla un omnipotente sexto sentido tras una barra: todo lo ves, todo lo oyes y, si parece que no te enteras, es porque no te interesa—. En el chiringuito perfecto no ponen música o, por lo menos, la ponen muy bajita porque en cualquier momento algún espontáneo puede sacar una guitarra y arrancarse a tocar, hasta que el cuerpo aguante. Los niños y los perros son bienvenidos porque no molestan a nadie: tienen a su disposición kilómetros de playa para correr a sus anchas en total libertad —la suya y la de sus padres—. En el chiringuito perfecto no se come sin camiseta ni en traje de baño. Todo el mundo se pone guapo, pero no tanto: se lleva la clase de indumentaria desenfadada, cómoda y discreta, pero extremadamente sofisticada —es la traducción literal que he encontrado en internet de effortless look, y me ha gustado—. Algunos van descalzos y no todo el mundo lleva pulseras en los tobillos, ni relojes, pero sí gafas de sol. Y llama la atención lo blancos que tienen los dientes. No perfectos, pero sí blancos. Porque cuando uno está moreno, con las mejillas encendidas tras un día de playa eterno, el blanco parece más blanco.
Muchos me dirán que, si esto es lo que quiero, que me olvide del Mediterráneo y me vaya a veranear al norte. Pero no puede ser, es imposible: porque yo soy de este mar y de ningún otro.
Lucía y el Sexo (2001), dirigida por Julio Médem, no fue la primera en utilizar las playas de Formentera como escenario. Antes que él, llegó Schroeder con More (1969) y Jacques Doillon con La fille de quinze ans (1989). Pero en ningún caso la trataron como Médem, que la convirtió un personaje más de la película.
Cuando escriba sus diarios iré a comprarlo el primero. Bonita foro, mala
Lucía y el sexo fue la película de mi 2004. Qué recuerdos me has traído ❤️.