En esas últimas tardes de agosto, cuando empieza a ser notorio que el sol se despide cada vez más temprano, las playas comienzan a vaciarse progresivamente, como si el verano mismo, con gesto discreto, recogiera sus cosas en silencio. Desaparecen las sombrillas, las familias felices —y las no tan felices— emprenden su lenta retirada arrastrando consigo a los niños, de regreso a las rutinas olvidadas. Sólo entonces quedarán, en ese espacio que se ensancha con cada partida, las verdaderas dueñas de la playa: señoras elegantes y solitarias, que alargarán su descanso hasta bien entrado septiembre —las más independientes, incluso, se seguirán bañando hasta el día de Todos los Santos— y que reclaman ahora su lugar bajo el sol.
Las reconocerás al instante, apropiadamente uniformadas con túnicas y caftanes de mil patrones, postradas en sus sillas al sol y con amplios sombreros para cuidarse de la insolación. No de las manchas, como podría pensarse. Esa clase de preocupaciones mundanas pertenecen únicamente a quienes aún no hemos aprendido a disfrutar de la vida como Dios manda. Están morenas. Muy morenas. Con ese color que sólo se consigue con la paciencia y la persistencia del veraneante profesional. Tampoco llevan reloj. No cuentan el tiempo: con los deberes de la vida ya hechos, nadie manda sobre ellas. Disfrutan de una forma de libertad que deviene de grandes sacrificios y que ha de saborearse sin prisas ni restricciones.
Guiada por el tintineo acompasado de sus alhajas, puedo intuir el movimiento de sus cuerpos adentrándose en el mar sin necesidad de abrir los ojos. Tienen que ser buenas, me digo. Sólo lo bueno, las materias nobles, pueden resistir con dignidad el paso del tiempo y la corrosión del salitre. Observo de reojo los grandes capazos que llevan consigo medio vacíos. Cestos que bajan a la playa con ellas, que las acompañan al mercado, cada cual más bonito que el anterior: uno adornado con bordados de colores, otro más sencillo, alguno pintado a mano o con borlones colgando. Los hay rectangulares, fabricados en yute, o los de palma de toda la vida. Pero ninguno lleva logos, no dan ninguna pista: nadie sabría decir si les costaron dos duros o una fortuna. Me gustaría preguntarles dónde los compraron, cuántos más tendrán almacenados en sus casa de la playa. Pero me contengo. No las quiero molestar ni dejar entrever la secreta ilusión que albergo de cambiarme, ahora mismo, por una de ellas.
No tengo ninguna prisa por volver a mi vida. Quisiera alargar ese consenso universal, inherente al mes de agosto, que concede al mundo un interludio para dejar de girar tan deprisa. Como tantos otros, busco afanosamente mil y una formas de resistirme a la llegada del otoño. Pero seamos realistas: no existe autobronceador capaz de igualar el placer de tomar el sol, ningún perfume con aroma a jazmín logrará jamás embotellar el sosiego de una noche estival y Alexa, por mucho que se esfuerce, nunca podrá reproducir la cadencia de las olas sin que caiga en la angustia de un naufragio inminente. Y aún así, lo seguiré intentando —como cada año, con más o menos éxito y cada vez menos convicción— hasta que esas señoras elegantes, que permanecen bajo el sol con una calma inmutable, replieguen finalmente sus sillas declarando —sólo entonces y con su retirada definitiva— el auténtico final del verano.

Esas señoras tan señoreadas siempre me han parecido fascinantes, a los 5 años y ahora a los 45. Sus bañadores de colores ocres que realzan su moreno azul oscuro casi negro, sus collares siempre con detalles dorados, sus escotes generosos surcados de arrugas tan profundas como su bronceado, su arte para tomarse el cortado a la mañana en la heladería de abajo de su apartamento, su capacidad de pasarse horas sentadas en la silla reclinable de la playa, ya sea rellenando crucigramas o leyendo intrigas vaticanas, y su capacidad en el arte de la conversación.
Yo de mayor quiero ser jubilada playera.
Tan serenas se las ve en la playa. Divinas que saben disfrutar y que esmeran un sentido de confianza y fe: “ todo va a estar bien, chiquita…. Calma,” me dicen con cada sonrisa radiante. 🌸