Viajar solo da vértigo. Ya no lo recuerdo con la nitidez de las primeras experiencias, pero sé que da vértigo. Elegir un destino, sacar los billetes y reservar un hotel resulta relativamente sencillo. Incluso el acto de embarcarte y llegar, también lo es. Imagino que cada cual alberga sus particulares aversiones en el transcurso; en mi caso, siempre ha sido el momento de abandonar la habitación. Es más sencillo hacer las maletas si le das un motivo al viaje. Escucho decir en una entrevista a Mª José Solano, escritora y editora, que hay ciudades y países donde no hace falta viajar con conocimientos previos adquiridos: sólo tienes que sentarte, pedir un café y observar. Ella misma es una experimentada viajera solitaria por sus años de azafata en vuelos regulares:
Hasta entonces había recorrido el mundo como una viajera profesional vestida con uniforme de azafata de vuelo. (…) Imposible saber entonces que hay lugares de los que nunca se vuelve y que aquella forma singular de vivir unos años de juventud cruciales iba a determinar para siempre mi manera de mirar y de comportarme: me acostumbré a viajar con lo esencial; a forjar amistades eternas que tenían la duración de un vuelo transoceánico; a cambiarme de ropa en lugares inverosímiles; a moverme por los hoteles como por mi propia casa; a distinguir el miedo en los pasajeros aunque se empeñaran en disfrazarlo de fatiga, enfermedad, mal humor o sed de vodka; a comprender que las propinas dadas de manera apropiada forjan lealtades; a ser discreta en los lugares peligrosos; a observar el mundo con curiosidad comprensiva y a tratar de conversar y leer en el idioma del país de destino. También esta profesión me enseñó algo crucial: aprendí a seguir sonriendo con tranquilidad en algunos casos de emergencia a bordo en los que creí que moriríamos todos.
He tenido que correr a varias librerías para llevarme con urgencia su libro a casa: Una aventura griega: tras los pasos de Patrick Leigh Fermor, editado por nada menos que Penguin Random House. Esta obra no pretende ser otra cosa más que una historia de amor platónico en la que su autora, literalmente seducida por la leyenda de un hombre (peligrosamente guapo y atractivo) al que sólo llegó a conocer a través de sus escritos, partió hacia Grecia en busca de todo aquel que lo hubiera conocido en vida: amigos, amores y amantes. De esa singladura solitaria surgió su primer libro, maravillosamente escrito.
También hubo un tiempo en mi vida en el que me acostumbré a viajar sola. Para ser más precisos tendría que decir que fue una época en la que me esforcé en aprender a llenar el vacío que un alma atada a otros compromisos no estaba en disposición de colmar. Saquen ustedes sus propias conclusiones.
Los pretextos de mis viajes han sido sin duda mucho más modestos, pero no por ello menos hedonistas. Mi preferido y más recurrente ha sido bañarme en las aguas de muchas costas distintas, con preferencia por el mediterráneo. He vivido siempre de espaldas al mar. Hizo falta que me mudara a la capital para empezar a echar en falta algo que quizá, por haber tenido siempre a mano, no he aprovechado con la frecuencia debida, a excepción de los meses de estío. Últimamente, no transcurre un solo día sin que me sorprenda a mí misma evocando el mediterráneo en alguno de mis pensamientos. El algoritmo lo sabe y aviva a diario mis anhelos con imágenes como esta o aquella otra. Fantaseo con despertar en una habitación con vistas al mar, sin billete de vuelta, y comportarme como un residente más. Bajar a la playa caminando y tirarme horas observando la vida pasar lentamente; comprar fruta en la plaza del pueblo, estar morena y sentarme en la terraza de un bar con el pelo lleno de sal. De viajar sola he adquirido algunas reglas que sigo con rigor, incluso cuando no estoy de viaje. Entre ellas nunca llevar conmigo, cuando me siento a la mesa, ni el teléfono, ni un libro ni cualquier otra cosa que pueda distraerme de mirar a los ojos de los demás. Los que nos dedicamos precisamente a las ventas, sabemos lo importante que es conocer gente, propiciar una conversación, hacer las preguntas adecuadas y saber escuchar. La soledad suscita una gran curiosidad en el ojo ajeno. Lo primero que suelen preguntarme, cuando me encuentro comiendo sola, es si vivo aquí. Contesto siempre que no, sin dar mayores explicaciones (sólo me explayo si la pregunta es abierta, por deformación profesional) y contrataco con otra pregunta. Abierta, por supuesto.
Jamás osaría autodenominarme viajera y mucho menos teniendo cerca amigos que encarnan mejor que yo dicho adjetivo. Me identifico más bien con algo que escuché decir a un simpático conocido durante un verano que pasé en la Costa Brava:
—No te equivoques, querida —le decía a una pareja de amigos— es mejor veranear que irse de vacaciones.
Yo fantaseo con una casita en Menorca, que pueda reformar poco a poco. Donde siempre huela a pino.