Llevaba más o menos una semana viviendo en esa casa cuando me fijé en la curiosa tarjeta colocada en el buzón del apartamento número dos. Las letras impresas, tan elegantes como si fuese una tarjeta de Cartier, decían: Miss Holiday Golightly, y, debajo, en una esquina, Viajera. Sonaba tan fastidioso como una canción: Miss Holiday Golightly, Viajera.
Todas hemos fantaseado alguna vez con parecernos a Audrey Hepburn en aquella película de Blake Edwards, que casi nada tiene que ver con la obra de Truman Capote y que, sin embargo, son maravillosas por igual. Yo misma, cuando llegué a Madrid, lo hice con nada más que dos maletas y un espejo enorme que, en mi ingenuidad, creí imprescindible para la nueva vida en la que me embarcaba. La gente arrastra cosas consigo como si fueran garantes de su felicidad, hasta que sales por la puerta y te das cuenta de que la suerte, de existir, simplemente está echada. No tardé en aceptar que aquel espejo no cabía en el diminuto apartamento en el que me instalé, y lo mandé de vuelta a su lugar de origen en el asiento trasero del coche de un conocido que por suerte me debía un favor.
El edificio tenía una portera bajita y entrometida que bien podría haber sido el Mickey Rooney de mi historia. Adivinaba cosas, inventaba el resto. Me miraba inquisidora por mi errático horario de persona a la que no se espera en ninguna oficina, por los ramos de flores que llegaban a mi puerta todas las semanas y que yo iba colocando donde podía, hasta en el cubo de fregar. Pero lo que más le inquietaban eran mis silencios, el misterio que yo misma me encargué de desplegar a mi alrededor saliendo, cada día, con mis mejores galas y siempre con gafas de sol. Le pudo el no saber —y el no entender— qué clase de persona podía yo ser. Quizá fue ese mi primer error, pues la mayoría de la gente lleva mejor la mentira que la incertidumbre. Cincuenta euros, en un sobre con mis iniciales, fueron suficientes para que su malsana curiosidad se tornara en mi favor y me dispensara una cortesía interesada. Pero uno nunca ha de fiarse de las simpatías compradas: para algunas personas, la lealtad depende menos de los gestos que de las circunstancias.
Mi querido José Luis de Vilallonga, quien hacía de galán en Desayuno con Diamantes, narraba en sus memorias no autorizadas1 cómo la víspera del rodaje el director lo acompañó, personalmente, a la joyería de los estudios de la Paramount para escoger una pitillera de oro macizo que debía llevar durante la escena de la fiesta. Tuvo libertad absoluta para escoger entre las maravillas que la productora, en aquellos años dorados de Hollywood, ponía a disposición de las que serían las mejores películas de la historia. El día de la grabación, hizo lo que cualquiera en su lugar hubiera hecho: entró en escena, saludó con la desenvoltura que exigía su papel y, con estudiada delicadeza, sacó la pitillera para encenderse un cigarro. Apenas tuvo tiempo de darle una calada cuando el director saltó de su silla, detuvo la grabación y, para sorpresa de todos, se acercó a Vilallonga con una tajante directriz: que guardara la pitillera y no la volviera a sacar bajo ningún concepto. No se trataba, le dijo sin rodeos, de parecer un nuevo rico ni de ostentar como un advenedizo: basta con saber lo que se lleva en el bolsillo. Porque quien porta veinte mil dólares consigo, no cruza el umbral de una puerta de la misma forma que quien ha olvidado la cartera.2 Y, en el cine, como en la vida, lo que no se ve es, a menudo, lo más importante.
Pienso con frecuencia en esta anécdota cuando me cruzo con alguien que va por el mundo castigando baldosa. Miro de reojo los bolsos de las mujeres que entran en los restaurantes, el reloj de los hombres, me fijo en el perfume, los zapatos, el mechero, lo que dicen de ellos sus corbatas… Y en los casos más interesantes, cuando no hay más ostentación que la mera presencia, me pregunto qué libros tendrá esa persona en su biblioteca (porque el saber, al igual que el oro, también tiene un peso propio). No deja de ser algo terriblemente tribal, que habla más de lo que queremos ser que de lo que en realidad somos. Pienso en mi propia relación con lo material y en todas las cosas que acumulo, alegándome a mí misma cuanto las merezco (y obviando que muchas de ellas me han perseguido por Instagram); en la ropa que me da fuerzas para salir a la calle y comerme el mundo, en todos los libros que compro y que nunca leo, pero que necesito tener conmigo. Son un premio, un consuelo, una suerte de amuleto. Pero no nos engañemos: un capricho no puede ser considerado una inversión. Esa es la gran falacia que nos hace, particularmente a las mujeres, cada día más pobres: ni de un bolso, ni de un abrigo puede una esperar ningún tipo de rentabilidad. Toda inversión ha de dar un rédito, algo tangible que se multiplique. Y quien se vea en la incómoda necesidad de tener que capitalizar su armario, bien puede dar por sentado que está en las últimas o acaso con Hacienda acechando en la puerta (y nadie quiere estar en las últimas). Solo el ladrillo y las acciones merecen, con propiedad, el nombre de inversión: ningún patrimonio puede andar colgado de una percha.
Mis últimos derroches —para los que, por supuesto, no tengo ninguna justificación posible— han sido un abrigo de pelo con el que parezco una estrella trasnochada de los años setenta, una minifalda de punto (porque, señoras y señores, estoy harta de la falda midi y vuelvo al destape) y un traje de baño de leopardo. ¿Qué clase de persona se compra un bañador en mitad del invierno? Yo, que me creo Deborah Kerr en De aquí a la eternidad (1953) o la Obregón en sus mejores momentos. Y no me arrepiento porque, como decía la Agrado, aquel adorable personaje de Todo sobre mi madre (1999): “Cuesta mucho ser auténtica, señora. Y en estas cosas no hay que ser rácana, porque una es más auténtica cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí misma.”
Las memorias de José Luis de Vilallonga están súper descatalogadas, como tantas joyas olvidadas. Pero, a veces puede, uno encontrarlos de segunda mano. De los cuatro tomos, el más brillante y divertido es La flor y la nata. Creo que sólo hay uno, así que aquí lo dejo. Tómelo quien más lo desee, o quien más lo necesite.
No es siquiera una cuestión de dinero: es esa orfandad y desamparo que uno puede llegar a sentir cuando sale, por ejemplo, sin teléfono de casa. Qué triste, ¿verdad? Esa dependencia que a veces ni siquiera reconocemos, esa necesidad tan absurda de tener siempre algo en la mano, algo que te conecte, te guíe, te hable para no sentirse perdido cuando, en realidad, perdidos estamos todos.
Desayuno con Diamantes.. mi película favorita con permiso de Casablanca (que tópico suena!) La historia de la pitillera me ha recordado a todo eso del “lujo silencioso”, que parece una gilipollez, pero es que ir ostentando es lo más cutre que hay..
Bien por tu bañador de leopardo! yo ando buscando un jersey así pero mi lado ahorrador siempre lo pospone…
Lo que me ha gustado este texto... Varias de mis obsesiones condensadas en unos pocos párrafos bien formados. Maravilla.