Al mismo tiempo que el avión se deslizaba por la pista de aterrizaje, yo leía las últimas líneas1 de La mujer del pelo rojo antes de cerrarlo, como si el azar quisiera que la historia y el final de mi viaje terminaran en perfecta sincronía:
Debería ser creíble como una historia real, y a la vez resultar familiar como una leyenda. De esa manera todo el mundo, y no solo el juez, entenderá lo que intentas decirles. No olvides que tu padre también quiso siempre ser escritor.
Es la novela más breve de Orhan Pamuk y, tal vez, también la más incomprendida. No sorprende que fuera recibida con cierta frialdad, porque todo el mundo espera de un Premio Nobel una revelación profunda. Algo que desentrañe los misterios de la condición humana, y no casi un cuento, que es lo que esta historia nos regala. Cualquier reconocimiento puede tornarse fácilmente en penitencia, especialmente cuando impone un estatus que no permite volver a hablar de trivialidades. A partir de entonces, hay que ser serio: no decir despropósitos, caer bien y por supuesto ser humilde2. De lo contrario, siempre habrá quienes cuestionen —por suerte, casi siempre por la espalda— si uno es realmente merecedor de tales galardones (salvo que irrumpa en escena un poder mayor con tintes maléficos: como cuando Isabel Presley secuestró al ingenuo Vargas Llosa quien, al igual que Adán, fue víctima de artimañas subrepticias. Pobre Mario.).
Volviendo a Pamuk, la novela está ambientada en la turbulenta atmósfera política que siguió al golpe de estado de 1980 en Turquía. Su protagonista consigue un trabajo de verano —me encanta leer historias de verano, en verano— como ayudante en la excavación de un pozo a las afueras de Estambul, con la intención de reunir el dinero necesario para matricularse en la universidad y cumplir su sueño de ser escritor. Pero ese verano, en ese pozo (de las cosas que más me intrigaron en esta historia fue la incertidumbre de si encontrarían agua o no. Mi interés por la historia de amor quedó relegado a un discreto segundo plano. Quién me ha visto y quién me ve…), algo sucederá que marcará su vida para siempre, acarreando unas consecuencias que sellarán un destino atestado de casualidades del que no será capaz de escapar. En la ficción, como en la vida, las sombras del pasado siempre vuelven a buscarnos.
Todavía inmersa en la conmoción del desenlace, leo algunas críticas que tildan el final de rebuscado y poco creíble. Comprendo el escepticismo, pero no lo comparto pues de los libros —y de mis propias andanzas— he aprendido a no desestimar las coincidencias por inverosímiles que puedan parecer. Y aquí va la razón de tal certeza: hace apenas un mes, en una librería náutica que suelo frecuentar, encontré un pequeño libro que recoge las reflexiones de Joseph Conrad sobre la tragedia y la investigación del naufragio del Titanic. Lo mejor de este breve ensayo es el prólogo de Fernando Baeta, de donde extraigo la prueba irrefutable de que, en ocasiones, los vaticinios se cumplen:
Si hubiera leído El naufragio del Titán, el libro que había escrito Morgan Robertson en 1898, habría barajado la posibilidad de que a veces las profecías se cumplan; el argumento del mismo no dejaba lugar a dudas: la historia de un barco llamado Titán, de características similares a las del Titanic, que se hunde también en el Atlántico Norte después de haber chocado con un iceberg.
Como en el caso del Titanic, el Titán es el barco más grande jamás creado por el hombre; como en el caso del Titanic se hunde en su viaje inaugural; como en el caso del Titanic su velocidad es de unos 22,5 nudos en el instante de la colisión; como en el caso del Titanic, va repleto de ricos y famosos; como en el caso del Titanic, más de la mitad de los pasajeros, entre ellos algunos ricos y famosos, muere por falta de botes salvavidas; como en el caso del Titanic, el capitán parece ser el responsable directo de la tragedia. Solo existieron dos diferencias entre lo real y lo ficticio: el Titanic golpeó el iceberg en perfectas condiciones de navegación mientras que el Titán lo hizo en condiciones meteorológicas adversas; el Titanic navegaba de Southampton a Nueva York, mientras que el Titán lo hacía en sentido inverso, aunque el impacto real y el imaginario tuvieron lugar en coordenadas semejantes.
La ficción se había convertido en realidad y, muy probablemente, el capitán del Titanic nunca lo llegó a saber. Robertson, por el contrario, sí que estaba al tanto ya que falleció tres años después del naufragio real.
Ya lo dijo Ian Fleming, y lo repito yo aquí para que a nadie se le olvide: Once is happenstance. Twice is coincidence. Three times is enemy action. Lo que pueda parecer improbable, no es forzosamente imposible. No hay más preguntas, Señoría.

Mis lectores conocen de sobra una de mis vicios más confesable: leer el principio y el final de cualquier libro que caiga en mis manos. En este juego, Orhan Pamuk es un cómplice perfecto. Es uno de esos autores que defienden que la primera frase debe condensar el futuro del libro. Así que aquí va otro inicio memorable: “Yo, en realidad, quería ser escritor. Pero, a raíz de los hechos que voy a contar, me hice ingeniero geólogo y contratista. Que no se piensen mis lectores que, como ahora estoy narrando esta historia, esos hechos ya han concluido y quedan lejos en el pasado. Cuanto más lo recuerdo, más me sumerjo en lo que he vivido.”
No quisiera desaprovechar la ocasión de extenderme un poco en este inciso para manifestar, de una vez por todas, que la humildad me parece la más sobrevalorada de todas las virtudes. Poco se habla, en cambio, de lo miserable que es ser tacaño. Y esto me recuerda que, cuando Bob Dylan recibió el Premio Nobel y durante unos días mantuvo a todo el planeta en vilo a expensas de saber si lo aceptaría o no, leí un artículo en National Geographic sobre los tres hombres que en la historia rechazaron el Nobel: Le Duc Tho, político y revolucionario vietnamita; el novelista Boris Pasternak y el escrito Jean Paul Sartre. Todos exhibieron un sentido estricto del honor a excepción —en mi opinión— de Sartre. Sartre creía firmemente que aceptar el premio significaría renunciar a su condición de filósofo, pues la relación entre el ser humano y la cultura, según él, debería ser directa y no mediada por ninguna institución. Anticipándose a la deliberación del jurado, escribió una carta manifestando que no aceptaría el premio bajo ninguna circunstancia. No quiso el azar que la carta llegara a tiempo y, ese mismo año, la Academia lo nombró ganador del Nobel de Literatura. Tal y como había adelantado, la categoría quedó desierta. Sin embargo, ni corto ni perezoso, sí exigió que le ingresaran el dinero del Nobel. Señor, en serio: no se puede ser tan cutre.
Me encantará comentarlo si finalmente lo lees 🩷
Bonita aventura lectora la que te espera en septiembre con Proust… Y otro autor que habría merecido la pena conocer en profundidad para comprobar si tendría cabida en el saco de los «raritos».