Es muy probable que esta sea la tercera o cuarta vez que veo Sexo en Nueva York. Llámame frívola, pero siento una gran simpatía por ese grupo de amigas que habitan en un mundo en el que escribir una columna semanal para el New York Star te permite alquilar un apartamento de ensueño (¡con vestidor incluido!) en pleno Manhattan, calzar Manolos, fumar como un carretero y no cenar jamás en casa. Pues sí, quién pudiera. Me gustan las series en las que parece que el dinero nunca es un problema.
La he disfrutado en distintas etapas de mi vida, siendo consciente de cómo evolucionaba mi perspectiva crítica ante las mismas situaciones. Mi tendencia a los 18 años era ponerme de parte de Carrie. Con el tiempo, (y la experiencia) me identifico mucho más con Mr. Big. Y más recientemente, empecé a ver en Aidan, aún siendo un buen tío, clarísimas red flags nunca antes percibidas. En esta ocasión, me ha sorprendido el hallazgo de que en pocos meses cumpliré la misma edad que la protagonista. No tendría sentido ponerme a comparar esa vida de ficción con la mía, pero sí hay una cosa que envidio con toda mi alma: no tener móvil.
A veces no sé si es realmente cierto que por cuestiones laborales me sería imposible prescindir del teléfono, o es simplemente una excusa que utilizo para enmascarar mi cobardía. He leído la experiencia de algunas personas que sí se han atrevido a hacerlo: unos deliberadamente buscando recuperar la capacidad de atención, otros por algo tan fortuito como perder el móvil o quedarse sin cargador y asumir que, a fin de cuentas, pueden vivir sin ello. A mí me encantaría tener un contestador automático esperándome en casa, como el de Carrie Bradshaw. No quiero estar disponible para todo el mundo a cualquier hora, ni que esperen respuestas inmediatas por mi parte. El romanticismo de escuchar en bucle la voz de tus pretendientes, a los que puedes devolver la llamada en un par de días (cuando las mariposas de tu estómago ya no estén de subidón), ha sido sustituido por desagradables mensajes de Whatsapp amonestándote por “tardar mucho en contestar”. De juzgado de guardia: todavía no nos hemos dado ni un beso y ya me estás regañando.
Mientras escribo estas líneas me viene a la cabeza la escandalosa historia de cómo A, una mujer francesa con la que me crucé en mi otra vida, conoció a su marido y padre de sus hijos. Eran los 80, ella tenía diecinueve años. Él quince más. Estaba casado y era amigo de sus padres. El suyo era uno de esos matrimonios que evitan hacerse demasiadas preguntas en aras de una buena convivencia: su mujer ya tenía un amante y no le importó que él hiciera lo propio. Así transcurrió casi un año, felices los cuatro, hasta que la relación entre su consorte y el amante pasó a mejor vida. Ella quiso poner fin a aquel sórdido juego, pero él no estaba dispuesto a dejar a A y le pidió el divorcio. No me cuesta imaginar la rabia que debió sentir aquella mujer, hasta el punto que comprendo su reacción (en absoluto desmedida, pero muy poco efectiva) amenazando con llamar a los padres A, para contarles a lo que se dedicaba su hija con su recién estrenada mayoría de edad. Obviamente, no le iban a dar una medalla. No olvidaré cómo A me describía lo eterno que se le hizo el trayecto hasta la cabina de teléfono desde la que llamó, temblorosa, a sus padres para contárselo todo antes de que lo hicieran por ella. Sorprendentemente, su madre se mostró mucho más comprensiva de lo que esperaba y, como no era amiga de grandes escándalos, le dijo que no se preocupase: que saliera de allí seguido de un “aquí no ha pasado nada”. Sin embargo, A tenía las cosas muy claras: no pensaba dar un solo paso atrás. Colgó el teléfono y se mantuvo firme. No me quiero imaginar, a día de hoy, el aluvión de llamadas perdidas, mensajes y audios de Whatsapp que habría recibido diciéndole del mal que tenía que morir. No creo, siquiera, que le hubiese dado tiempo a llamar primero.
He jugado muchas veces a salir de casa sin teléfono. Y además lo advierto: quedamos a tal hora, en tal sitio y no llevo teléfono. De esa manera, los demás se sienten obligados por deferencia a cumplir con lo acordado, ya que me hallaré incomunicada (a menos que ocurra algo realmente ineludible, en cuyo caso estarán excusados). No sólo los restaurantes, sino también muchas personas, han adquirido la mala costumbre de necesitar confirmar y reconfirmar siete veces una cita. Al parecer, si no mandas una convocatoria para bloquear agendas, no tiene vigencia alguna. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Presiento que todo esto sólo puede ir a peor. Pero, si por alguna extravagancia del destino surge una revolución contra las telecomunicaciones, creedme si os digo que estaré a la cabeza.
Un día de la semana pasada me quedé sin batería en el teléfono, y pasé toda la tarde sin conexión. Soy un gran nostálgico de ese mundo con cables, pero pocas veces me atrevo a salir sin móvil. No tanto por dependencia, pero siento una cierta indefensión cuando no dispongo de ese recurso.
Pero gracias a este maravilloso hecho fortuito de salir sin cargador, pude exponerme :). Los pequeños regalos de la vida, que diría una taza de Mr. Wonderful. Y más allá de la sensación de poder permitirte no estar disponible (que es absolutamente fantástica), volver a reconocer tus propias calles y agudizar la atención para llegar a un lugar sin necesidad de Google Maps, escuchar cómo se siente el ambiente sin auriculares (y eso que siempre seré un gran defensor del videoclip callejero). En fin, tomemos como símbolo de la revolución la imagen de Carrie tirando su móvil al mar durante su no luna de miel en México, y más tardes sin cargador por favor. 🙏
Cada vez más fan de olvidarme del teléfono y salir de casa a la antigua. 10/10