En la intersección subterránea donde se cruzan la línea 10 y la línea 5 del metro de Alonso Martínez, cada día toca un músico distinto. Sin esperar ningún aplauso, ayer sonaba al oboe un melancólico Bolero de Ravel. Echo mano al bolsillo con todos los solistas de conservatorio que me cruzo tocando por la calle, porque no hay mayor despropósito que ese: que alguien que ha cursado la carrera de música, con el rigor de una vocación temprana, esté condenado a un público que siempre anda con prisas. Así es, al parecer, cómo tratamos la cultura en nuestro país: con una indiferencia y un desdén que convierten en limosna lo que debería ser reconocimiento. Decía que sonaba Ravel cuando me llegó la estela de un perfume conocido, el olor de otra vida que creía enterrada. Un hombre muy alto, vestido con el minimalismo comedido de los europeos septentrionales, caminaba a mi lado con la parsimonia que le otorgaban unas piernas notablemente más largas que las mías, que ya es decir mucho. Olía a Amber de Prada. Pour Homme, claro. Concluyo, por los caprichos de la memoria —y coincidiendo con el beneplácito de la razón—, que solo me han importado los hombres cuyo perfume soy capaz de recordar, aunque nuestra historia durase menos de lo que tarda en enfriarse un café: Eau d'Issey, de Issey Miyake; Acqua di Giò, una de Bvlgari, de cuyo nombre no puedo acordarme; la ya citada Amber de Prada, Eau Sauvage Extrême de Dior y Terre de Hermès, que es la de mi padre. Con todo, dejo la puerta entreabierta para Bleu de Chanel, porque me hace girar sobre mis talones por la calle sin siquiera haber convivido con ella (y porque siempre hay que dejar espacio para lo nuevo). Del resto, pronto no recordaré ni el nombre.
Mi barrio se ha convertido en el epicentro de las perfumerías de autor más exclusivas de Madrid. También es el barrio que sirvió de fondo a las películas de Almodóvar —y algunas de Julio Médem—, cuando todavía quedaban pescaderías y tiendas de discos. Antonio Machado no había cambiado de esquina, los móviles no se habían infiltrado en las conversaciones y los actores fumaban en el celuloide, con la despreocupación e indiferencia ensayada de quien sabe jugar con fuego sin quemarse. No creo, sin embargo, que su atractivo tuviera que ver con la elegancia, ni con la nostalgia del glamour perdido de las películas de Bogart. Lo que a todos cautiva por igual es la habilidad y la delicadeza con la que los fumadores manejan los silencios, entre calada y calada; cómo los vuelos del humo marcan el tempo a partir del cual dos desconocidos, semienamorados, van desvelando sus cartas sobre la mesa. Es un recurso que usamos más las mujeres que los hombres —ahora que no se puede fumar en los bares—, cuando dejamos caer una bomba, una sentencia, y queremos dar tiempo al otro para que se atragante un poco con lo que acabamos soltar. Fíjense bien cuando la tengan delante y disponga —ella— de esa ligera ventaja en el juego de la dialéctica: inevitablemente, la verán refugiarse en un trago lento de cerveza, entornar los ojos en una pausa calculada, sin apartar la mirada, atenta a la más mínima reacción involuntaria que pudiera evidenciar unas defensas bajas, un resquicio por el que colarse y plantar bandera. No hay duda de que ese movimiento que acompaña la palabra es la versión moderna de llevarse un cigarro a la boca y contraer los labios, como si estuvieses lanzando un beso de gracia a traición. Al final, todo se resuelve siempre en los labios, tanto en lo que se dice como en lo que se elige callar.
Por la discreción que me caracteriza, no utilicé perfume hasta cumplir los treinta. Me seducía la idea de vagar por el mundo como una sombra, de no dejar más rastro que el ineludible. Siempre me ha incomodado que algo mío —un aroma, una estela invisible, un rumor— llegue antes que yo y delate mi presencia cuando aún no he decidido si quiero estar. Lo mejor de poner un muro entre tu intimidad y el resto, es el deseo y la curiosidad que genera en quienes intuyen que, aun sentados a tu lado, nunca te pondrán tener del todo. Lo peor: la soledad, pero no está en mi naturaleza ser como un libro abierto. Tal vez por eso, cuando al fin elegí mi perfume, lo hice con el mismo cuidado con el que calibraría el tono de voz antes de llamar a un amante, con la misma atención con la que esperaría en silencio a escuchar la suya, para no empezar a hablar atropelladamente. Condición sine qua non —y en contra de la queja recurrente de los devotos de la perfumería—: debía ser de baja proyección. Que su estela se disipara pronto, que fuera fugaz, que fuera discreto. Que para poder siquiera llegar a disfrutarlo uno tuviera que arriesgarse y apostarlo todo hasta terminar peligrosamente cerca. No estoy segura de que mi perfume logre dejar una huella indeleble en la memoria, pero lo que jamás se olvida, lo que permanecerá siempre grabado a fuego es lo arduo que nos resultó llegar tan increíblemente lejos…

Queda la pregunta: ¿cuál es ese perfume del que hablas?
La vida de cualquiera, aunque apresurada, mejora un grado si hay música sonando. Los que tocan en la calle lo saben, por eso lo siguen haciendo. Y si tú hueles a Aura de Loewe, Mala, ya te voy pensando rostro…;) ❤️