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No existe nada comparable al arranque con el que se dan los primeros besos. Hace tanto tiempo que no me enamoro, que he olvidado cómo era aquello de comerse al otro con los ojos y pasarse el día con la cabeza en las nubes. A duras penas logro rememorar cómo saltan las chispas cuando, como por accidente, tu rodilla se apoya contra la suya bajo una mesa llena de vasos de cerveza. Me apetece estar enamorada. Volver a ese juego de tonteo sutil, que esconde una pasión irresuelta. Lanzar la piedra y esconder la mano. El vértigo de acercarse a la fina línea que separa el pasarse del quedarse corto… Y las esperas. ¡Qué delirio generan las esperas! Pues bien: como si mis plegarias hubiesen sido atendidas, he vuelto a tener un flechazo.
Debería estar nerviosa, pero no lo estoy. No es la edad, sino la experiencia la que, con los años, te va despojando de la turbación cuando no sabes (pero intuyes) que algo hay. Porque algo hay, que esta película ya la hemos visto. El instinto no falla. Así que ya no me preocupa tanto no ser correspondida en el amor (llamémoslo amor, aunque se me pase dentro de dos semanas), sino cuánto tiempo seré capaz de mantener ese fuego ardiendo antes de que salte todo por los aires.
Puestos a seguir pidiendo, rezo por que no sea uno de esos hombres a los que les gusta ir al grano y que no pierden tiempo con la seducción. Ojalá no me salga con un: «Me gustas, te gusto. Dejémonos de tonterías.» ¿Ya está? Se acabó el juego. ¿Y ahora qué? Se pasa directamente a las cosas serias: al punto de inflexión en el que el cuerpo deja de comportarse como el de un animal ingobernable, para ceder a la mecánica de las relaciones consolidadas (aunque no sean serias). Habrá quien prefiera eso a nadar en las aguas de la incertidumbre. Pero yo no. Tranquilidad ya tengo mucha cuando estoy sola en mi casa. Precisamente en el amor, como en la vida, no se debe tener prisa. Tan nefasto es llegar tarde como hacerlo demasiado pronto. A uno sólo le queda invocar al kairós, que, como tantas palabras misteriosas, tiene muchos significados, pero vendría a ser, fundamentalmente, «el momento oportuno». Afortunadamente, el kairós no es como los trenes, y puede pasar más de una vez por nuestras vidas.
Mientras escribo estas líneas, sobrecogida por mis ansias de aventura y romanticismo, me ha venido a la memoria el magistral cortometraje de Mateo Gil que ganó un Goya en 2010, en aquella época en que todavía se podía fumar en los bares. Con gran acierto, en boca de Judith Diakhate (cuya interpretación es soberbia), aborda un misterio perpetuo, más viejo que el tebeo: lo que las mujeres quieren. O, por lo menos, algunas mujeres como yo.
En unas horas, tendrá lugar nuestro segundo encuentro. No negaré que he elegido, con alevosía y premeditación, la ropa que voy a ponerme, cavilando qué pensará cuando me vea aparecer con fingida despreocupación. Que nadie me salga diciendo que una sólo debería vestirse para sí misma, y no para los ojos de los demás. La teoría nos la sabemos todos. Ruego que se me deje disfrutar, sin limitaciones. A fin de cuentas, ésta es mi película.
Me acuerdo cuando conocí a C. Descubrir nuevo territorio es siempre una aventura, aunque ya hayas visto la película antes. Bravo Mala, con los tacones y el rímel, sal a conquistar nuevas tierras.
Suena bien esa película. Ya nos contarás cómo sigue y qué banda sonora suena.
Buena pinta. Disfruta. Y que se caiga de culo cuando te vea.