Enero en la playa
Tengo unos hábitos profesionales radicalmente opuestos al resto del mundo. Esta peculiaridad, que siempre he atribuido al hecho de ser autónoma, se ha forjado prácticamente desde los inicios de mi carrera. Si bien he cambiado muchas veces de profesión (o mejor dicho: encadenado simultáneamente distintas labores), no lo ha hecho mi condición.
He de confesar que siempre me ha gustado mucho trabajar. Es una apreciación que expreso con discreción, temerosa de que llegue alguien de la generación Z a cantarme las cuarenta. Aunque, a mis 32 años, considero que ya no tengo edad de que nadie me regañe, prefiero evitar conflictos innecesarios. A lo que iba: me gusta tanto trabajar como no hacer nada, lo que llaman los italianos el dolce far niente. Practico ambas aficiones sin orden ni concierto: de la misma manera que puedo pasarme un domingo entero trabajando (nunca un shabbat), escapo de mis quehaceres un miércoles por la mañana por el único placer de leer en una terraza al sol. Alguna ventaja tenía que tener no saber cuanto ganas al mes hasta que termina el año. Libertad al precio de la incertidumbre, a la que tampoco tardé mucho en acostumbrarme.
Por esa razón, detesto salir los findes de semanas. Encuentro inconcebible hacer cola para entrar en algún sitio y, mucho menos, si se trata de una discoteca. Nunca me han gustado las discotecas. Otro gallo cantaría si pudiésemos taconear al ritmo de Rita Pavone o de Ace Frehley cantando su New York Groove, envueltos en humo de cigarrillos, que no dicen que matan, haciéndonos parecer más misteriosos de lo que en realidad somos; bailando entre hombres vestidos de smoking y mujeres estrenando minifaldas. ¿Coincidieron ambas prendas en el tiempo? No lo sé, pero no importa. Lo que seguro que no se llevaban son las deportivas. ¿Es que la gente ya no sabe caminar con zapatos? Esta pregunta va directamente dirigida al público masculino. Entendemos que son mucho más cómodas, ¿pero no tenéis la sensación de pisar más fuerte con un buen zapato de caballero?
Me viene a la cabeza un libro que me regaló uno de los hombres que más me ha apoyado y al que menos he dado a cambio. J es una de esas curiosas amistades que nadie sabe que tengo. Un hombre brillante en su profesión de médico, de los pocos muy leídos en materia de literatura y arte y, por encima de todo, un gran hedonista. Eso sí, a la inglesa. Al poco de conocernos me habló de Los grandes placeres de Giuseppe Scaraffia. Un libro sin ninguna pretensión definida pero que recoge las maneras más curiosas, excéntricas y divertidas de ser feliz. Haciendo honor a su título, resulta en sí mismo un gran placer. Como acabo de mudarme y todos mis libros siguen atrapados en cajas, sólo podré rescatar un pequeño extracto que reproduje en una carta que escribí para un hombre del que estuve locamente enamorada y que, ciertamente, ha sido el más elegante (en el vestir) de los que he conocido:
“La elegancia es, en el fondo, la más austera de las virtudes. No hay nada como el hombre que elige, todos los días, ser elegante con una perseverancia que linda con el heroísmo en un mundo que desborda vulgaridad. Nadie es más igualitario que la persona elegante que estudia con atención el modo de ser elegante, o lo que viene a ser lo mismo: no ser demasiado igual o demasiado diferente a los demás.”
Así es exactamente como imagino al famoso Tom Ripley, el más carismático psicópata de la literatura moderna. Patricia Highsmith me ha tenido enganchada estas navidades con El Talento de Mr Ripley y La máscara de Ripley. Para aquellos entre cuyos propósitos de 2024 se encuentre retomar el hábito de leer y que están cansados de manuales sobre cómo ser feliz, olvidaos de todo y poneos los zapatos que Tom Ripley le robó a Dickie Greenleaf después de asesinarlo.
Reconozco que es de las pocas obras cuyas películas son mejores que los libros. Aún así, los he devorado y además en un destino paradisiaco totalmente inesperado. A pesar de ser autónoma, no tendré el mal gusto de quejarme pues he tenido ocasión de empezar el año estrenando trajes de baño (esa forma tan rancia como elegante que algunas personas todavía utilizan para referirse a bañadores y bikinis). A la vuelta, a todo el mundo le ha sorprendido lo morena que estoy. Les he dicho que en Valencia hacía mucho sol.