No quisiera caer en el tópico de afirmar que todo tiempo pasado fue mejor, pero hay cosas que antes no sucedían y muchas otras que temo han desaparecido para siempre. Tengo la impresión (no sé si compartida) de que cada vez es más frecuente encontrarse con negativas para prácticamente cualquier cosa que uno pretenda acometer. Casi todo el mundo tiene un “no” preparado, en cuanto te avistan llegar a lo lejos, con vete tú a saber qué intenciones. O sin ellas, da igual. Todavía peor es ese “no entra dentro de mis funciones”, sin ofrecer alternativa alguna. Situación que solo unos pocos sabrán renegociar a su favor, no sin insistencia y cierta gracia.
Algo mágico hemos perdido sin darnos cuenta. Y no me refiero a aquellas cosas que despiertan la nostalgia de nuestra niñez como rebobinar los casetes con un bolígrafo, elegir películas en un videoclub o los años dorados de Hollywood. Hablo de cosas que, sobre todo, hemos perdido los adultos:
Aparcar en doble fila, sin freno de mano, para que se pudiesen ir empujando los coches si alguien necesitaba sacar el suyo. Se formaban hileras infinitas en las calles sin que nadie se molestase. La clave radica en eso último: que a nadie le importaba. Esto es algo que sólo entenderán los valencianos.
Las cabinas de teléfono y aquel protocolo tan bien traído de no llamar a nadie a la hora de la siesta o más tarde de las nueve de la noche, en aras de no molestar.
Los bares de Madrid en los que, aunque no cupiera ni un alfiler, el camarero te hacía hueco donde fuese.
Cuando nadie ponía música en la playa.
Las pequeñas transgresiones, como echar leche a un café de especialidad o añadir hielo a un buen vino, sin despertar la indignación de los puristas. ¿Qué más da lo que haga el de al lado?
Viajar sin haber visto antes cientos de imágenes de tu destino. Era lanzarse verdaderamente a lo desconocido.
Prender un mechero en un concierto, cuando sonaba la canción que todos estaban esperando.
Cuando las salas de cine eran inmensas (¡algunas incluso con dos pisos!), y un amable acomodador, al que nunca le verías la cara, te guiaba hasta tu butaca.
Las cestas navideñas y los villancicos en castellano, antes de que Mariah Carey monopolizara la banda sonora de la Navidad.
Cuando la gente no hacía cola en los sitios para hacerse selfies. Acaban teniendo todos la misma instantánea.
Escribir cartas, y también recibirlas. O en su defecto, la ilusión que producía recibir tus primeros e-mails.
Cuando para ligar había que ser valiente, y pasar la vergüenza de llamar a casa de los que nunca llegarían a ser tus suegros (o quizá sí).
Vivir sin la urgencia. Cuando no todo era para "ya" y las decisiones se sopesaban con la serenidad que sólo el tiempo otorga.
La elegancia. La de verdad: en las formas y en el vestir. Se requiere de una buena educación y gran dialéctica para mandar a freír espárragos a alguien, sin despeinarse.
Las fotos analógicas en blanco y negro: todo el mundo está más guapo inmortalizado en blanco y negro.
Cuando las bodas sólo duraban un día.
El respeto que venía intrínseco con las canas, como una suerte de ventaja que se adquiría por la dignidad de envejecer. ¿Quién quiere hacerse mayor a día de hoy?
Cuando la noche era todavía algo especial. Salir bien vestido era casi una obligación y uno se dejaba caer por las discotecas en busca de lo que ni por asomo encontraría de día. No como ahora, que un domingo cualquiera entras a una cafetería y suena la misma música que en Amnesia.
El placer de perderse sin GPS ni mapas digitales, confiando en el instinto y la ayuda ocasional de los locales. Las aventuras más inesperadas surgen de los cambios de rumbo, aunque tengas siempre a Ítaca en tu mente.
Cuando nadie se tomaba las cosas tan en serio, ni tan siquiera a uno mismo. Nada es tan importante, salvo las cosas realmente importantes.
He sentido la tentación de incluir en esta lista la libertad de fumar en todas partes. Pero sé que saldrá alguien para señalar cuán perjudicial es para la salud (cosa que es absolutamente cierta), o lo desagradable que era llegar a casa con ese olor impregnado hasta el alma. Resulta cuanto menos irónico que defienda este punto alguien como yo, que no ha fumado jamás. ¿Qué interés puedo tener en discrepar con todos aquellos que ponen mala cara cuando les llega el humo de un pitillo, sostenido por unos dedos manchados de nicotina? Ninguno. Debo ser una romántica, pero no soporto a la gente a la que todo le molesta. Y ésta, disfrazada de buena voluntad por el bien de la humanidad, me parece la primera gran pérdida de libertad de una sociedad cada vez más reglada. Y también, más infeliz que nunca.
21. Nunca más tendremos que esperar a que se revelen las fotografías para ver cómo quedaron. Hoy tenemos el dedo más rápido que el ojo, y además disparamos en modo ráfaga.
22. Nunca más te perderás la escena más importante de tu serie favorita porque alguien pasó por delante de la televisión o habló en el momento más inoportuno. Stop, backward, play and forward.
23. Buscar información (y no encontrarla).
24. Las visitas por sorpresa. Ahora hay que avisar y pedir permiso hasta para llamar.
25. Tampoco volverán los cruces de miradas en el transporte público.
Me encanta! Nosotros quedábamos a las 10 de la noche en el buzón del parque para ir a cenar los sábados. Y los domingos uno salía de casa con sus mejores galas a la plaza. La ropa especial en los días especiales. Fotos imperfectas con gente mirando a Burgos o cerrando los ojos. Esperar toda la noche para que el DJ pusiera tu canción y saltar de emoción al escuchar los primeros acordes, o ir cambiando de dial en la radio hasta encontrar la cadena que ponía la música que te gustaba. Conversaciones eternas sobre temas que se conocen vagamente, especulando sin tener a nadie sacándote de dudas a golpe de wikipedia
La abundancia de hoy nos ha hecho pobres.