No tengo ni un solo amigo en Valencia que no esté ahora mismo en primera línea, con fango hasta las cejas y un nudo en la garganta, achicando el océano de escombros y barro que el desastre ha dejado a su paso y en el que todavía nadan los muertos. Irán saliendo, poco a poco, como testigos silentes de una tragedia a la que administraciones y gobierno, por igual, llegan tarde.
Aquí en Madrid, los que nos encontramos en segunda línea, a quienes apenas nos corresponde el discreto papel de espectadores, hemos sido testigos de algo que acaso no hubiéramos esperado con tanta abundancia: una generosidad espontánea que surge como un rumor discreto de todas las esquinas de esta ciudad para hacer llegar lo indispensable a un lugar que se ha quedado sin luz, sin agua y sin comida. Pero lo de Valencia… lo de Valencia es otra cosa, algo que uno no termina de saber si describir como heroico o desolador. Porque mientras se espera, inútilmente, la reacción de las autoridades, el verdadero despliegue —el que de verdad importa— es el de millares de valencianos que, sin medios, sin protección y sin la más mínima experiencia, se han lanzado a ayudar, desplazándose a pie e impulsados por una fuerza que sobrepasa las expectativas que muchos teníamos sobre una sociedad a la que creíamos más individualista que solidaria. Nos equivocábamos: nunca me he sentido más orgullosa de ser valenciana.
Y, aun así, faltan manos. No es razonable, ni justo, pensar que quienes están dejándose la piel y el alma en el epicentro de la catástrofe puedan sostener por sí solos el peso de una desgracia que se extiende, incontenible, en todas las direcciones. La tragedia empieza ahora: cuando ya no quede barro pero sí el rastro invisible de vidas irremediablemente destrozadas, de hogares perdidos y de esperanzas que difícilmente podrán rehacerse con el esfuerzo desesperado de quienes han sobrevivido. El tiempo no todo lo cura.
La fatalidad nos ha dejado una lección muy clara: si la respuesta oficial no hace honor a la magnitud del desastre, tendremos que ser nosotros mismos quienes nos tendamos, al menos, una mano digna y sincera.

Existe en Nápoles una preciosa costumbre conocida como “caffè sospeso”, que consiste en tomarse un café y dejar otro pagado para que alguien que no dispone de los medios pueda disfrutarlo también. Insto a mis queridos lectores a que adopten este mismo gesto hacia la causa que tan urgente se presenta: una copa “sospesa” por Valencia.
No tengo evidencias, pero tampoco dudas, de la generosidad que caracteriza a todos aquellos que formamos parte de esta comunidad que es Substack, por lo que agradezco de antemano que este fin de semana todos, a una voz, brindemos por Valencia. ♥️
Abrazo virtual 🫂
El dolor y la indignación es tan grande que no podemos permitir que esto caiga en el olvido dentro de dos semanas. La ciudadanía ha demostrado de nuevo la resiliencia de un pueblo ignorado por políticos mezquinos. Un gran abrazo y toda la ayuda posible a todos los valencianos.