En las memorias que conservo de mi niñez, no transcurrió un solo día sin la omnipresencia de mi abuela Irene. La recuerdo en la cocina, cortando y pelando ingredientes con la misma destreza con la que contaba billetes de las antiguas pesetas. Tenía manos de pianista, fuertes y elegantes, con unos dedos ágiles que te rodeaban con firmeza las muñecas, ejerciendo una presión calculada para obligarte a fijar la mirada en sus ojos y prestarle toda tu atención mientras te aleccionaba con sus palabras. Todos sus gestos revelaban un carácter ingobernable: mi abuela estaba hecha para mandar, no para trabajar, a pesar de que la vida intentara doblegarla dejándola viuda con veintinueve años y tres hijos pequeños.
Ninguno de sus nietos llegó a verla tras el mostrador de la lotería que le fue asignada junto a la plaza del ayuntamiento. Sin embargo, supe que en sus inicios no le quedó más remedio que acudir cada mañana a levantar la persiana, en contra de lo que dictaban sus principios (pues siempre le pareció sumamente ordinario levantarse antes de las diez). Sus hijas, que heredaron el sentido del deber de un padre al que apenas recordaban, se quejaban de su incorregible informalidad. Cada mañana, sin excepción, las acompañaba hasta la puerta del colegio. Tarde, como no podía ser de otra forma. La causa era siempre la misma: se vestía despacio, aunque tuviese prisa. Mientras, su clientela se iba amontonando con resignación en la puerta del negocio, sin saber si llegarían a ser atendidos en algún momento. Unos a otros se preguntaban: «¿A qué hora abrirá hoy Irenita?» Y cuando por fin se dignaba a aparecer, lo hacía desplegando una sonrisa inocente, sin el menor atisbo de remordimiento ni intención alguna de disculparse por su desfachatez. Sabía muy bien que nadie se atrevería a increpar a una mujer que llevaba una desgracia tan grande a cuestas. Pero una cosa era aprovechar una condición que Dios le tenía reservada y otra muy distinta hacer gala de ella. Iba siempre muy bien vestida, con la elegancia y el porte de las personas detallistas que no dejan nada al azar. Viéndola llegar, con paso resuelto, recién salida de la peluquería y parapetada tras unas gafas oscuras que sólo dejaban entrever la expresión de una ceja enarcada, la gente se giraban a su paso creyendo haberse cruzado con la mismísima Joan Crawford. Era imposible sentir lástima por ella. Más bien todo lo contrario: cualquiera hubiera dicho que su único propósito en la vida era arrasar con el mundo a su paso. No obstante, supo establecer con acertado criterio los límites de su ambición: vivir cómodamente, despertarse a su antojo (nunca por obligación) y ser adorada por toda su descendencia.
Se tenía a sí misma en tan alta estima que nadie en su sano juicio se atrevería a llevarle la contraria. Rivalizaba sin tregua con sus hijas, su nuera y la vecina del octavo. Con sus nietos era bien distinta: los mantenía bajo su protección con total y sincera adoración, exentos de cualquier contienda. Las discusiones y los rencores con cualquier otra persona podían prolongarse hasta la extenuación de sus rivales. De vez en cuando, se presentaba en casa sin previo aviso. Unas veces, por simple aburrimiento, presumiendo del último modelito que había adquirido; o con intenciones más oscuras. No era difícil que encontrara algo que no le agradara del todo, ya fuera porque consideraba que no estaba a la altura de la categoría que esperaba de sus hijas, o por ser tan bueno que pudiera ensombrecer el protagonismo al que estaba acostumbrada. La acidez de sus comentarios y los consejos no solicitados eran el combustible perfecto para prender en un momento la mecha de la discordia. A mi madre le exasperaban sus infantiles aires de grandeza. En una ocasión, anticipándose a un enfrentamiento inminente, la espetó desafiante: «Mamá, ¿por qué tienes siempre que criticarlo todo?» Mi abuela la miró, guardando silencio, por encima de sus gafas de sol. «Te comportas como si fueses de una clase social a la que, claramente, ya no perteneces.» Ésta levantó las cejas y un fulgor asesino relució en sus ojos durante una fracción de segundo, lo que tardó en calibrar la crueldad de su respuesta. Recogió el testigo y contestó sin piedad: «En todo caso, la que no pertenece eres tú.» Mi madre se quedó de piedra. Y tras un silencio que se nos hizo eterno, las dos estallaron en carcajadas.
Uno tiende a creer, erróneamente, que su mundo será eterno; que las cosas (y las personas), tal y como las conoce, permanecerán inmutables al devenir de los años. Nadie repara en todas las cosas que hace por última vez, sin saberlo. El mismo día que mi abuela falleció, me prometió que iríamos a tomarnos un whisky en cuanto le dieran el alta. Quise convencerme de que logramos apurar la vida hasta el final. Me dije a mí misma que supimos sacarle todo el jugo a su compañía y que apenas quedaban ya historias nuevas con las que pudiera sorprenderme, aunque nunca me cansara de escuchar las mismas, una y otra vez. «Abuela, cuéntame otra vez cómo conociste al abuelo Marcial.» ¡Vaya una historia! «Me fijé en él en un desfile militar, cuando vivíamos en Melilla», empezaba, «¡Era el más guapo de todos!». Desde aquel momento, su única ocupación fue remover Roma con Santiago hasta conseguir que cruzaran unas pocas palabras. Sólo necesitaba eso: un cruce de miradas, y las palabras adecuadas. Y con eso, lo tendría hecho. Así que, con motivo del carnaval que celebraban en el cuartel general, urdió toda una trama (regida por su madre, que siempre fue la verdadera gran estratega de la familia) hasta averiguar que él iría disfrazado de ruso y así poder aparecer ella, casualmente, vestida de rusa. De repente me asaltó una duda que hasta entonces nunca se me había ocurrido preguntarle: ¿llegó ella a confesarle alguna vez que aquel encuentro fue todo menos fortuito? Esa es la pena más grande que me ha quedado: que nunca más podré preguntárselo.
Qué identificados nos hemos de sentir todos :-)
Me has transportado a mi propia infancia y a los recuerdos con mis abuelos. Gracias por compartirlo <3
Qué vidas las de antes!